El ministro de Defensa, José Bono, anunciaba esta semana la
total y completa retirada de soldados españoles en Irak. Allí ya no
queda nadie, dijo casi triunfalmente, cumpliendo así una de las
promesas electorales del Partido Socialista, arropada por la
inmensa mayoría de los ciudadanos de este país.
Al tiempo, el presidente de Estados Unidos anunciaba todo lo
contrario, que sus tropas deberán permanecer en el país mucho más
de lo previsto, a pesar de que se mantiene intacta la voluntad de
entregar el poder a un Gobierno local el 30 de junio, pues el
balance a día de hoy no puede ser más pesimista: terrorismo,
torturas y rechazo mayoritario a la ocupación extranjera.
Pero ayer vino a colarse en este maremágnum de informaciones un
dato estremecedor: 370 millones de euros nos ha costado a los
contribuyentes la misión iraquí. O sea, nada menos que 62.000
millones de pesetas. Una barbaridad que deberá ser explicada punto
por punto en un país, España, que necesita eso y mucho más en
políticas que vayan desde la sanidad a la educación, pasando por el
empleo y los servicios sociales.
Pero lo más grave es que la mayor parte de ese dineral no ha
servido para ayudar a los iraquíes, más necesitados que nosotros,
sino para hacer frente a los gastos propios de una misión militar
técnicamente muy compleja y lógicamente muy cara.
Si a todo ello le añadimos las 13 víctimas mortales españolas
que nos ha costado esa aventura, habrá que concluir que realmente
el gran esfuerzo humano y económico realizado no ha valido la pena.
Se han perdido vidas humanas y mucho dinero y se ha puesto en
riesgo a cientos de soldados españoles. Los responsables no son los
militares, que se han limitado a cumplir órdenes, sino los
políticos, que prefirieron ser solidarios con Bush antes que con
los ciudadanos españoles, que mayoritariamente clamaron por el fin
de la guerra y por la no participación española.
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