Al presidente norteamericano, George Bush, no le están saliendo
bien las cosas, y eso a escasos meses de las elecciones que pueden
llevarle a la gloria o expulsarle de la Casa Blanca. La guerra de
Irak, que abanderó como cruzada contra el terrorismo internacional,
le está costando más de lo que pensaba. Primero porque esa
contienda rápida y limpia que iba a terminar en cuestión de días
con la población iraquí recibiendo con los brazos abiertos a sus
liberadores se ha convertido en poco menos que un infierno con
constante goteo de víctimas.
Segundo, porque los mil y un informes que certificaban la
existencia de laboratorios y arsenales de armas de destrucción
masiva en aquel país se han revelado como un inmenso bulo carente
de cualquier fundamento.
Y tercero, porque las supuestas relaciones entre el dictador
iraquí, Sadam Husein, y el grupo terrorista que lidera Osama Bin
Laden, Al Qaeda, para atentar contra Estados Unidos, tampoco han
resultado ser ciertas. Así al menos lo estima la comisión de
investigación de la matanza del 11 de septiembre, que concluye que
«no hay pruebas creíbles» que certifiquen ese vínculo del que
muchos expertos dudaban, dada la diferencia fundamental entre
ellos: la fe islamista.
Así las cosas, se desmontan una a una las afirmaciones que
llevaron al líder norteamericano y a sus aliados a justificar la
invasión. Si, como se sabe cierto, el mundo hoy es mejor porque un
dictador sanguinario y brutal como Sadam Husein está encarcelado,
deberían haberse limitado a esgrimir ese argumento como leit motiv
de la guerra. Claro que eso seguramente les habría obligado
moralmente a continuar con una guerra tras otra para terminar de
detener y juzgar a cuantos líderes sanguinarios hay en el
mundo.
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