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Ser homosexual está perseguido y castigado en más de setenta países del mundo. Una barbaridad que pocas veces tenemos en cuenta en una sociedad que, queriendo o sin querer, sigue haciendo de ellos objeto de mofa, cuando no se les critica abiertamente llegando a apelativos tan fuertes como el utilizado por el obispo de Ferrol, que les considera «una aberración». Al final, ésta es una manifestación más del machismo predominante en nuestro entorno y del que tantos efectos terribles estamos viendo a diario. Ser homosexual, hoy en día, no es más que elegir libremente una opción sexual, sin más. No tiene ningún efecto secundario, al menos ninguno más que cualquiera de las otras opciones sexuales que muchos insisten en considerar más normales o más aceptables.

Porque en un mundo como en el que vivimos hoy, donde se supone que la libertad y la responsabilidad son valores en alza, deberíamos estar de acuerdo en que las preferencias sexuales de cada uno son exactamente eso, una cuestión que queda en el ámbito personal, de la intimidad de cada cual, no siendo nunca unas mejores que otras, siempre que se den entre adultos con pleno consentimiento.

Por eso resulta chocante que el elegir una pareja u otra -de un sexo o de otro- tenga tantísimas implicaciones a la hora de vivir cotidianamente. Que asuntos tan prosaicos como el alquiler de un piso, la pensión de viudedad, el derecho a la Seguridad Social y tantas otras se les denieguen, sin más, a muchas personas que se enamoraron y conviven con otras del mismo sexo. De todo ello se debate en el Congreso, de donde deberá salir una ley de parejas de hecho que termine de una vez con la discriminación que sufren los homosexuales o los heterosexuales que no quieren casarse. Sólo un profundo debate y, sobre todo, un arraigado sentido del derecho y de la igualdad, podrán dar resultados positivos para todos.