TW
0

No puede dejar de llamar la atención el que la aplicación de la pena de muerte en el Estado de Nueva York haya quedado en suspenso, teniendo en cuenta que la ciudad neoyorquina fue la más castigada en su momento por el terrorismo, algo que con carácter general acostumbra a influir en el endurecimiento de las penas. El asunto encuentra explicación al advertir que no ha sido la presión popular de aquellos sectores partidarios de la abolición de la máxima pena la que ha logrado esta suspensión temporal, sino un razonable tecnicismo legal. Una sentencia del Tribunal Estatal de Apelaciones argumenta que las instrucciones que reciben los jurados en aquellos casos en que se permite aplicar la pena de muerte violan la Constitución, al suponer una coacción. Dichas instrucciones establecen que si un jurado no logra el consenso sobre una sentencia en la que se pide pena de muerte, el juez debe imponer entre 20 y 25 años de cárcel al condenado, existiendo la posibilidad de que éste consiga la libertad provisional. Claro está, la perspectiva de que un criminal pueda recuperar la libertad lleva a muchos jurados a optar por la pena de muerte, incluso sin estar convencidos de que el reo merezca semejante castigo. Sea como fuere, la causa de aquellos que en Estados Unidos están en contra de la aplicación de la máxima pena acaba de recibir un fuerte impulso. Hacía falta. En el país, 38 Estados mantienen aún hoy en vigor la pena de muerte y, para mayor escarnio, en 32 de ellos se aplica la pena capital a personas que eran menores de edad cuando cometieron sus delitos y, lo que resulta aún más repugnante, en 12 de ellos se ejecuta a enfermos mentales y deficientes. No parece que la indignación del gobernador republicano de Nueva York y su promesa de hacer todo lo posible para la restauración de la pena en el plazo más breve de tiempo vayan a tener efectos inmediatos. A juicio de algunos, ahora sí ha llegado el momento de ejercer una presión popular que lo impida.