Una gran distancia separa Irak de Cuba, pero el ignominioso
proceder de la política norteamericana en su peculiar guerra contra
el terrorismo parece empeñado en aproximar ambos lugares. Porque
los dos han sido escenario conocido -¿cuántos más pueden existir
sin que hoy tengamos noticia de ello?- de inenarrables violaciones
de los derechos humanos perpetradas por quienes se reconocen a sí
mismos como paladines de la democracia.
El trato inhumano y brutal que los carceleros militares de la
prisión de Abú Ghraib dispensaban a los presos, la indefensión
legal y también los torturantes interrogatorios a que han sido
sometidos los encarcelados en Guantánamo, y la ya innegable
existencia de «presos fantasma», detenidos de cuya existencia no se
informó a las organizaciones humanitarias, han puesto de relieve
ahora ya de forma oficial que la cruzada antiterrorista emprendida
por Bush es más bien una guerra sucia. Por si ello no fuera
suficiente, los intentos de los gobernantes estadounidenses a la
hora de exculparse de todo lo ocurrido, su cinismo a la hora de
presentar tan reprobables hechos como si fueran simplemente
producto de «fallos» en la organización y supervisión por parte de
los mandos militares, añaden oprobio a situaciones de por sí
censurables.
En estos casos la exigencia de responsabilidades a autoridades
políticas y militares debiera llegar hasta los últimos extremos,
sin que la excepcionalidad de los marcos físicos en los que se han
cometido tales atropellos puedan convertirse en excusa. Los
culpables de semejantes ultrajes a los más elementales derechos
humanos podrán aportar muchos argumentos, empezando por el tan
manido de la obediencia debida. Pero nunca podrán convencer de lo
contrario a quienes creen firmemente que la obediencia debida jamás
debe obligar a un ser humano a comportarse sin la dignidad
debida.
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