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Desde una perspectiva lógica resultaría razonable pensar que un Bush que enfila su segundo mandato tras una victoria electoral tan cómoda se sienta facultado para acometer, y ahondar, en lo que ha venido siendo su tradicional política. Así, el unilateralismo como norma, y la lucha contra el terrorismo como pretexto, podrían imponerse a toda otra consideración. A mayor abundamiento, el presidente norteamericano cuenta con una mayoría suficiente en ambas cámaras -aunque en el Congreso lo va a tener más difícil que en el Senado- como para sacar adelante su elemental proyecto. Hasta aquí todo está claro. Pero Bush, le guste o no, se va a tener que enfrentar a la evidencia de un país dividido como no lo había estado desde hace décadas. Tanto por el resultado de las urnas, que pese a la diferencia ha puesto de relieve el peso e influencia demócratas, como por los obstáculos que va a encontrar a lo largo de la legislatura. Bush se enfrentará a serios problemas económicos -un déficit presupuestario y de balanza de pagos francamente astronómicos que harán muy difícil que pueda cumplir sus promesas electorales- y, sobre todo, a un general desacuerdo en lo concerniente a lo que la sociedad estadounidense juzga apropiado para el futuro político de la nación. La cuestión no radica en que el Gobierno esté dividido, sino en que es el país el que lo está. La sociedad USA se halla hoy polarizada respecto a asuntos fundamentales. Es obvio que Bush confía en que sus compatriotas le dejen las manos libres en lo que respecta a la política exterior, pero no debe olvidar que si falla en aspectos sustanciales de política interior -reforma de la seguridad social, creación de empleo, crecimiento económico- incluso los mismos que ahora le han llevado a la reelección acabarán por censurarle.