Hace veintinueve años muchos se atrevieron a descorchar botellas
de champán -todavía no se llamaba cava- un poco a escondidas, por
temor a lo que pudiera pasar. Eran horas clave para la historia de
nuestro país y hoy, cuando estamos a punto de traspasar la barrera
psicológica de los treinta años de aquellos días de luto para
muchos y de desencorsetamiento para muchos más, podemos mirar hacia
atrás sin ira y con cierto grado de satisfacción.
Han pasado muchísimas cosas desde aquel 20 de noviembre de 1975
de noticias en blanco y negro y hoy España es tan distinta que si
el anterior jefe del Estado levantara la cabeza es probable que se
sintiera horrorizado. Por la Moncloa han pasado presidentes de
derechas, de centro y de izquierdas, la Monarquía volvió a ocupar
un lugar que todavía hay quien cuestiona en pleno siglo XXI, las
nacionalidades se han asentado hasta encontrar -más o menos- su
sitio, las fronteras con Europa han desaparecido en muchos sentidos
y, sobre todo, la mentalidad de los españolitos de a pie ha dado un
vuelco definitivo.
Ya no existen aquellas dos Españas tristes y violentas que se
empeñaban a subsistir. Eboom económico y el signo de los tiempos
han limado asperezas y prácticamente todos viajamos en el mismo
barco: el del confort, la globalización y la aceptación de las
diferencias, que cada día son también menores.
Se oyen voces que reclaman el desmantelamiento del Valle de los
Caídos, donde más de uno cayó, condenado a trabajos forzados para
levantar ese monumento al dictador. Si la Transición dejó muchos
cabos atados y algunos sin atar, ya es hora, casi tres décadas
después, no de olvidar, sino de mirar hacia un futuro mucho menos
negro y más esperanzador.
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