Aunque nuestra Comunitat goza de un nivel de vida ciertamente
envidiable y en muchos aspectos estamos a la cabeza española o
europea, también hay segmentos en los que ostentamos tristes
récords que hablan de una realidad que en demasiadas ocasiones nos
empeñamos en no ver. Esta semana se ha conocido un dato
escalofriante: Palma es la ciudad en la que se registra una tasa
mayor de muertes por sobredosis de drogas, por delante de capitales
como Madrid, Barcelona, Valencia o Bilbao. Resulta increíble e
indignante.
La prevalencia de una población drogodependiente estable o
creciente nos indicaf, sin duda, que entre nosotros existe una
marginalidad enquistada difícil de erradicar. Porque aunque la
drogadicción constituya un universo personal e individual, también
lleva aparejado un submundo de relaciones con la delincuencia, la
indigencia, la enfermedad, la soledad, la violencia, la
prostitución y el maltrato. Todo ello conforma un círculo cerrado
del que es extraordinariamente difícil salir, y un mundo hermético
al que también resulta complicado acceder. De ahí que los esfuerzos
realizados en materia de resocialización de las personas afectadas
fracasen a menudo.
La clave en ese siniestro ámbito es la prevención, la necesidad
imperiosa de proteger a los menores para evitar que caigan en la
tentación de dar el paso hacia ese camino sin salida. Y, claro, los
mecanismos de asistencia social necesarios para procurar que la
calidad de vida de quienes están enfermos, desamparados o
desprotegidos no decaiga hasta extremos intolerables. Hay que
insistir siempre en las alternativas saludables, pero también hay
que prever estrategias para mantener la dignidad de quienes ya han
perdido la batalla contra la droga.
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