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Una jueza federal norteamericana ha reafirmado recientemente el derecho de los detenidos en Guantánamo a recurrir sus casos ante la Justicia del país, contradiciendo así un anterior dictamen de otro magistrado, que lo denegó. Dichas interpretaciones, radicalmente distintas, nacen de un ambiguo fallo del Tribunal Supremo que concedía a los detenidos la posibilidad de solicitar su liberación mediante recursos de «hábeas corpus» ante una jurisdicción federal, pero sin la menor garantía de que éstos se fueran a tramitar. En pocas palabras, la última resolución declara inconstitucional la actuación de los tribunales militares de Guantánamo, en donde 550 prisioneros de 42 países vienen siendo sometidos desde hace tres años a interrogatorios sin que medie acusación ni garantía alguna. Hay que entender el pronunciamiento de la referida jueza como una defensa del imperio de la ley, que debe primar en toda democracia, un derecho básico que ha sido vulnerado por la actual Administración norteamericana. Desde Washington se ha llevado a cabo una interpretación discrecional -por emplear un término suave- del derecho internacional, aplicándoles a los presos de Guantánamo la fórmula de nuevo cuño de «combatientes enemigos» para así eludir la aplicación de la Convención de Ginebra. Estamos hablando de reos que no cuentan con la presunción de inocencia y que, por añadidura, carecen de representantes con experiencia legal. Algo que sólo merece la calificación de atropello en el marco de una política antiterrorista de Bush que hace aguas por todas partes. Pensemos que desde que se inauguró el «gulag» de Guantánamo -puesto que no se le puede denominar de otra forma-, más de 150 presos han quedado en libertad, tras haber sido inculpados y después de largos meses de cautiverio, al considerarse que «habían dejado de ser una amenaza» para la seguridad de los Estados Unidos. Afortunadamente, la sensata actuación de esta jueza abre un camino que permitiría acabar con tanta arbitrariedad.