Resulta grotesco, un día después del referéndum, cómo los
distintos partidos políticos se lanzan los trastos a la cabeza
intentando achacar los fracasos al rival y adjudicarse los éxitos
-si los ha habido- a sí mismos. Los socialistas se cuelgan la
medalla de que haya ganado el «sí», aunque los populares pedían el
mismo voto, y acusan al PP de haber promovido el «no». Los de Rajoy
se arrogan el éxito del «sí» y adjudican la aplastante abstención a
los socialistas, que fueron, a pesar de todo, prácticamente los
únicos que hicieron campaña de verdad.
Al final, a los ciudadanos esto nos parece demasiado ajeno. Lo
mismo la actitud de los dirigentes políticos que el referéndum en
sí. Porque Europa sigue siendo una realidad difusa, lejana y
extranjera. Sí, apenas nos sentimos europeos, porque tendemos a
identificar Europa con la UE, esa suerte de superestructura
burocrática, política, institucional, que nadie sabe muy bien para
qué sirve y a quién sirve.
Si el referéndum hubiera consistido en preguntar a la ciudadanía
cómo ve Europa y cómo quiere que sea, habríamos visto unos
resultados mucho más estimulantes. A buen seguro los españoles
habrían dicho que Europa es fría y lluviosa, que allí se habla
alemán, o francés, y que a nosotros nos ven como la playa, la
sangría y las fiestas de las vacaciones de verano. Mayoritariamente
vemos Europa como un entramado de oficinas, de subvenciones, de
políticos destinados allí con cargos pomposos y grises, de
tejemanejes que a la postre nos afectan pero no sabemos muy bien
cómo. Ahora Europa crece a velocidades pasmosas, somos muchos y
deberíamos conocer bien el terreno en el que nos movemos. En lugar
de hacérnoslo ver, nuestros líderes políticos se han dedicado a
atacarse unos a otros, a lanzar proclamas vacías de contenido y a
marear la perdiz. ¿El resultado? Una abstención brutal. No sólo por
dejadez -que también-, sino como protesta.
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