El caso de Terri Schiavo ha desencadenado que en Estados Unidos
una avalancha de personas se hayan apresurado a suscribir un
testamento vital para dejar establecido, por decisión propia, su
deseo de que se respete su derecho a morir y a no ser conectado a
un aparato que les mantenga artificialmente con vida, evitando así
que caiga sobre la conciencia de otros tal responsabilidad.
Además, con la polémica habrá quedado clara la ejemplar
separación de poderes que existe en aquel país, en el que de nada
habrá valido la maniobra del presidente Bush de haber suspendido
sus vacaciones para firmar una nueva ley ajustada y a la medida de
este caso. El poder judicial está siendo firme en sus dictámenes,
que el poder ejecutivo pretendía variar, al parecer, por cuestiones
de íntima índole moral y sin tener en cuenta el estrecho margen
diferencial de opinión que quedaba entre unos y otros.
Este asunto tiene otra vertiente que hace que muchos se
pregunten cuál es el precio de la vida. La noticia que protagoniza
esta mujer es coincidente con la que denuncia que cada año mueren
dos millones de niños en Àfrica por falta de agua. Pero el debate,
la polémica y toda la atención de los medios de comunicación son
para el caso de Terri Schiavo.
De los dos millones de niños, o cuatro millones de personas, que
mueren por no tener agua cerca casi nadie habla; tal vez por lo
frecuente de la muerte en Àfrica, en donde es más que habitual
quedar desconectado de la «maquinaria» vital que proporciona los
mínimos recursos para la subsistencia, y eso apenas es noticia, por
sabido, y no genera debate más al norte, que es donde se fija el
precio de la vida.
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