El cumplimiento de una promesa electoral contenida en el
programa que llevó a los socialistas a La Moncloa está provocando
una especie de terremoto político con tintes de drama moral. Algo
parecido a lo que ocurrió en su día con leyes tan polémicas -hoy
aceptadas plenamente- como el divorcio o el aborto. Legalizar los
matrimonios homosexuales ha caído como un jarro de agua fría en
algunos sectores de la sociedad, aunque probablemente la inmensa
mayoría, la de los ciudadanos de a pie, considere que es algo que
no puede hacer daño a nadie y que sí puede beneficiar a un
colectivo numeroso y tradicionalmente discriminado por razones de
pura y simple insidia.
Hoy España goza de una sociedad abierta, plural y tolerante. Y,
afortunadamente, los gravísimos casos de violencia machista,
racista o xenófoba no son generalizados. Pero la ética particular
de cada uno vuelve hoy a la primera página de los diarios porque
algunos alcaldes del Partido Popular se niegan a celebrar
matrimonios entre homosexuales alegando objeción de conciencia como
antes lo hicieron quienes se oponían al servicio militar -no
querían empuñar armas y participar en el militarismo- o al aborto
-se negaban a «matar» a un embrión humano-.
Los obispos reaparecen aquí con fuerzas renovadas -el
protagonismo vaticano de las últimas semanas ha reforzado su papel-
llamando a la desobediencia civil, quizá sin ser demasiado
conscientes de estar invitando a los representantes públicos a
incumplir la ley. En esto, como en todo, se impone la sensatez y si
se produce algún caso concreto de objeción de conciencia, habría
que admitirlo con tranquilidad, pero garantizando que la ley se
cumpla. Sin aspavientos, sin dramas y sin tragedias, por el simple
hecho de que dos personas que se aman formalicen su unión.
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