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El presunto suicidio de una joven estudiante en Elda, cuyos padres habían denunciado que sufría acoso escolar, ha vuelto a poner sobre el tapete de la actualidad un asunto terrible que debería removernos las conciencias. Aunque con timidez, día a día se van conociendo nuevos casos, más indicios y sospechas que pintan un paisaje desolador. Nuestros hijos se sienten solos, abandonados a su suerte, y los más débiles parecen sucumbir a la presión y la violencia que ejercen los más fuertes.

Las causas de esta degeneración entre los más jóvenes son complejas, aunque parece que la falta de valores es clave. ¿El problema? Que los padres apenas pasan algo de tiempo en casa, por unos horarios laborales enloquecidos, y los chavales se crían solos, con canguros o con otros familiares cuya labor, obviamente, no es educarles.

De ahí que los padres deleguen la tarea de transmitir a los niños un sistema firme de valores a los educadores del colegio. Craso error. Nuestro sistema educativo está diseñado para transmitir conocimientos a los alumnos y apenas queda sitio para la formación moral de los muchachos. El resultado es un vacío enorme que deja a los chicos a la deriva, condicionados por elementos ajenos, como videojuegos, películas o contenidos hallados en Internet que les empujan hacia la violencia y la agresividad. Sólo así puede entenderse un fenómeno que está adquiriendo profundidad en los últimos tiempos y que es preciso atajar con medidas contundentes.

Lo más urgente sería crear teléfonos de ayuda y que hubiera más psicólogos en los centros educativos, pero a medio plazo habría que plantearse seriamente un modelo distinto de sociedad, en la que verdaderamente sea compatible tener una familia y trabajar fuera del hogar.