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Mucho después del accidente aéreo que costó la vida a 62 militares españoles que regresaban de una misión humanitaria a bordo del fatífico Yakovlev, la OTAN reconoce cierto grado de responsabilidad en el siniestro. Las causas directas del desastre son achacables a problemas técnicos relacionados probablemente con una obsesiva tozudez en el abaratamiento de los costes de este tipo de operaciones. Pero detrás hay muchas cuestiones turbias. La muerte de sesenta y dos españoles es ya de por sí una tragedia de grandísimas dimensiones. Pero luego vino la imperdonable actuación del Ministerio de Defensa asegurando que la identificación de los cadáveres se había realizado con todas las garantías, para descubrir después que no fue así, que el ADN demostraba errores en casi la mitad de los informes, con la consiguiente indignación de los familiares.

El ministro entonces, Federico Trillo, recibió las más feroces críticas, pero no dimitió. Las urnas dieron a continuación la oportunidad a los socialistas de reparar en la medida de lo posible el desaguisado. Las identificaciones se realizaron de nuevo y se prometió una investigación.

Ahora sabemos que la OTAN no sabía nada de la larguísima lista de subcontrataciones de las empresas a las que la Organización Atlántica confía el transporte de sus tropas. Había que reducir el coste y ya sabemos qué precio tuvimos que pagar. España reclamara indemnizaciones -para los familiares de las víctimas- a la agencia contratada por la OTAN, pero ya se sabe que las autoridades militares de nuestro país no se molestaron en ejercer su derecho de inspección de los aviones o de los documentos relativos a los mismos. Así que, de nuevo, constatamos que la cadena de errores y dejaciones parece haber sido interminable.