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Llevamos más de treinta años oyendo llamamientos en favor del control de la pobreza en el tercer mundo, un objetivo perseguido desde hace décadas y que resulta casi increíble que a estas alturas, en pleno siglo XXI, todavía esté sin cumplir. Hay detrás de ello una pregunta fundamental: ¿cuál es el origen del hambre, de la desigualdad, de la miseria y de plagas como el sida, que atenazan a tres cuartas partes del planeta? Una de las causas está en el altísimo nivel de corrupción de todos esos países, lo que ha impedido cierto reparto de la riqueza entre una mayoría perteneciente a la clase media, inexistente en esas naciones, dominadas por unos cuantos oligarcas que monopolizan el poder en detrimento de una masa desheredada que apenas consigue sobrevivir. La herencia colonial, una deuda externa brutal y los enfrentamientos entre clanes rivales hacen el resto.

De ahí que combatir todo eso sea poco menos que ilusorio, aunque también es cierto que nadie ha dado demasiados pasos en ese sentido.

Por eso muchos han acogido con satisfacción la decisión de los siete países más ricos del mundo, además de Rusia, de condonar la deuda de los 18 países más pobres, casi todos africanos, aunque quedan otros cuarenta en parecidas circunstancias que, de momento, se quedan sin medida de gracia.

La idea es condicionar el perdón de la deuda a procesos de transparencia y de lucha contra la corrupción, de forma que quede garantizado que el dinero se destine a educación, sanidad y otras áreas muy necesitadas.

Al final se trata de un paso importante, aunque probablemente insuficiente, para abordar un problema de tal dimensión que resulta, a todas luces, abrumador.