La creación, en su día, de la figura del Defensor del Pueblo
supuso una gran y grata novedad en la política española,
acostumbrada al partidismo. De ahí que la institución, hoy
veterana, conserve ese halo de independencia -a pesar de que lo
nombra un Gobierno de un determinado color político- con el que fue
ideada. A él recurren miles de personas cada año en busca de esa
ayuda que otras instituciones más cercanas les han negado.
Poco después, la mayoría de las comunidades autónomas crearon su
propio defensor para aproximar más a la ciudadanía esta figura, en
general respetada y admirada.
En Balears no ha sido posible. Como suele ser habitual, los
clásicos rifirrafes entre partidos han impedido la elección de un
Síndic de Greuges que ampare los derechos de los habitantes del
Archipiélago, a pesar de que la figura institucional existe desde
1993.
Habría que plantearse cuál es el obstáculo que nos priva, a los
ciudadanos, de la posibilidad de tener un defensor balear al que
podamos dirigirnos en caso de necesidad. Otras comunidades lo
tienen y el resultado de sus gestiones está a la vista. Aquí hemos
de conformarnos con recurrir al defensor estatal, que ya acumula un
volumen de trabajo enorme.
El problema parece ser la dificultad para encontrar a la persona
indicada. ¿Tan difícil puede ser hallar un hombre o una mujer de
reconocido prestigio, de solvencia demostrada, capaz de mantener
una posición independiente y digno de la confianza de políticos y
ciudadanos? Si es así tendremos que preocuparnos, porque treinta
años de democracia no hayan podido proporcionarnos gente preparada.
Quizá sea, sencillamente, cierta dejadez o poco interés por parte
de los implicados.
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