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Han pasado treinta años desde la célebre alocución del entonces presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, anunciando a la nación, entre sollozos, que el dictador acababa de morir, después de una larga agonía. A pesar de ser una noticia esperada, la incertidumbre era grande, así como cierto temor a una involución en una España que abría tímidamente los ojos, y una gran dosis de esperanza. De aquellas imágenes en blanco y negro hemos pasado en tres décadas a un país radicalmente distinto, con un tercio de la población tan joven que nunca conoció la dictadura.

De ahí que a día de hoy la figura de Francisco Franco sea prácticamente ignorada o ladeada como personaje histórico, porque la llegada de la democracia, que apenas tardó mil días en instaurarse en el país desde aquel 20 de noviembre, ha «borrado» deliberadamente el debate, la investigación y el análisis para evitar que volvieran a abrirse las viejas heridas de una guerra cruel y de cuatro décadas de dictadura férrea en las que cualquier atisbo de oposición era aplastado con ferocidad.

Hoy, cuando el recambio generacional ha dado un nuevo giro, empieza a materializarse el momento en que los españoles abordemos la etapa más negra de nuestra historia reciente con serenidad, desde un punto de vista histórico, científico, dejando de lado las enconadas pasiones que solemos poner cuando abordamos el asunto. Quizá así logremos examinar el pasado con cautela, para situar los hechos en su contexto, y podamos superar de una vez un período sangrante que esos millones de jóvenes españoles nacidos después de 1975 contemplan con indiferencia. España mira hacia el futuro con valentía, pero no estaría de más que también supiera mirar atrás con coraje. Todavía hay una deuda pendiente con aquellos demócratas que pagaron con su vida o con años de prisión su compromiso con el poder legítimamente constituido -la República- y con la libertad.