Aunque en la práctica, al nivel de la calle y del futuro, lo
crucial a la hora de redactar un estatuto de autonomía es el
peliagudo asunto de la financiación -cualquier aspiración queda en
agua de borrajas si no se sustenta con dinero-, desde el Gobierno
central y no digamos por parte de la oposición, se ha puesto el
acento en la polémica suscitada por la introducción o no del
término «nación» para definir la identidad catalana.
La cuestión puede tener su importancia, no lo neguemos, pero
tampoco es como rasgarse las vestiduras o para amenazar con ruido
de sables en caso de que la palabra aparezca en el preámbulo o en
el articulado del Estatut. Siempre, claro, que desde Catalunya y en
el mismo texto estatutario se pongan bien claros dónde están los
límites de esa «nacionalidad», es decir, hasta dónde pretenden
llegar los catalanes en la profundización de su identidad nacional.
Si la secesión, la independencia o cualquier aspiración que choque
frontalmente con la Constitución española anidara en el espíritu
del Estatut, queda claro como el agua que jamás sería aprobado por
el Parlamento de la nación, que es quien debe refrendarlo.
Así las cosas, de todo ese guirigay que se ha organizado en
torno al debate sobre el Estatut lo único que queda meridianamente
claro es que casi nadie se entera de nada. No sabemos qué términos
se defienden, no se debate, no se dialoga, no se comunica. Se
lanzan proclamas, a favor y en contra, consignas más propias de
encabezar una pancarta de manifestación que de verdadero análisis
de la situación y sus posibles consecuencias. Como si se tratara,
básicamente, de hacer mucho ruido para acallar los problemas que sí
afectan directamente al ciudadano y de los que nadie quiere
hablar.
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