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Si a finales de 2004 la muerte de Yaser Arafat y recientemente la desaparicion política de Ariel Sharón encogían el corazón de quienes temían una explosión de violencia y radicalismo en Palestina, la confirmación de esos temores acaba de materializarse ahora y no por efecto de algún acontecimiento inesperado, sino a través de unas elecciones democráticas. El movimiento radical Hamás ha arrasado en los comicios legislativos, dejando al Gobierno de Mahmud Abbás, del moderado Al Fatah, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Poco puede hacerse ahora, salvo -como ya han empezado a reclamar las grandes potencias internacionales- exigir a los vencedores de las elecciones un valiente paso adelante que determine su definitivo abandono de las armas y de las tesis que les han convertido en una organización terrorista de cara a Israel, Estados Unidos y Europa.

Quizá lo más preocupante de esta nueva situación es que refleja con diáfana claridad cuál es el camino que el pueblo palestino quiere seguir tras el hartazgo de las eternas negociaciones que no han conducido a prácticamente ningún avance. Las urnas han hablado alto y claro y han otorgado a un grupo radical, violento, que se niega a reconocer la existencia del Estado de Israel, el mandato de conducir la política de esta zona, probablemente la más explosiva del planeta.

Un grito que debe poner en situación de alerta a toda la comunidad internacional, pues parece, de momento, poco factible que Hamas, avalado ahora de forma apabullante por los votos, decida dar un vuelco y transformarse en un paladín de la paz y de la democracia. Y, a simple vista, parece que la amenaza de retirar las ayudas económicas internacionales a Palestina resulta un argumento pueril.