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Algo está pasando, algo está fallando entre la juventud de este país cuando la única forma de reunir a una gran cantidad de jóvenes en las calles no es para protestar por alguna injusticia, para reclamar a gritos y con pancartas la realización de alguna utopía, para proclamar el fin de las guerras o aquello de «la imaginación al poder», sino para hacer cubatas caseros y baratos y beber en compañía de los amigos. Sin duda la realidad del «botellón» se ha impuesto desde la entrada de la moneda única que nos ha arruinado a todos porque, en particular, el precio de las copas en los bares se ha disparado de forma absurda. Pero ése no es el problema de fondo. Ni siquiera lo es el ruido o la suciedad que genera esta actividad, pues eso no tiene, a la postre, la menor importancia.

Lo terrible, lo que debe llevarnos a la reflexión, es por qué los jóvenes, desde los trece años, se lanzan a la bebida. Por qué ésa es la principal actividad de ocio que contemplan a una edad en la que el mundo debería abrirles todas las puertas y en la que tanto el cuerpo como la mente están en pleno desarrollo. Está claro que la relación entre padres e hijos no es tan fluida, tan abierta ni tan profunda como debería y parece que, según van entrando en la difícil etapa de la adolescencia, las familias tienden más al silencio o a la bronca, sin afrontar seriamente la formación de unos chicos que, en el fondo, se sienten un poco perdidos.

El «botellón» no tiene ya remedio, sus consecuencias más efímeras -la suciedad- son fáciles de eliminar. Lo complicado es rastrear las causas y entonar un sincero mea culpa en una sociedad de adultos que, tan entregados como estamos al trabajo y a pagar facturas, nos olvidamos a veces de preparar el terreno de la vida para la generación futura.