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En el IV Foro Mundial del Agua celebrado estos días en México se ha hablado de toda la problemática que genera en las distintas partes del planeta el acceso al bien más preciado, aquel sin el cual no es posible la vida. Pero sin duda el núcleo central de los debates hay que situarlo en torno a dos cuestiones íntimamente relacionadas. La primera ya encierra en sí un contenido paradójico, porque sorprende que a estas alturas se tenga que establecer si cuando hablamos del agua, y del acceso a ella, lo hacemos de un derecho o de una mercancía. Francamente, si admitimos su carácter imprescindible para el normal desarrollo de una vida digna, no debería existir duda alguna: el acceso al consumo y empleo del agua debe entenderse como un derecho humano. Lo que ocurre es que en muchas latitudes de la Tierra no se entiende como tal. Y aquí entra en juego una segunda cuestión denunciada en el Foro y bautizada como la «paradoja del agua». Resumirla es muy sencillo: los países que tienen menos recursos hídricos son también los que más carecen de infraestructuras y capacidad de gestión de sus necesidades. Es decir, los más pobres en agua son los que cuentan con menos medios para hacerse con ella. Así, mientras unos, ricos en agua y dotados de medios para hacerla correr, la despilfarran, otros sufren inauditas carencias. Es suficiente con comprobar las enormes diferencias existentes entre el consumo por habitante y día de un ciudadano europeo o norteamericano (de 300 a 600 litros), y un africano (de 10 a 40 litros), o un asiático (de 50 a 100 litros), para hacerse una idea de que estamos ante algo que sólo puede ser calificado de paradoja recurriendo a un eufemismo casi cruel. De los 6.400 millones de habitantes del planeta, el 22% no dispone de agua potable, y cerca de un tercio carece de servicios de saneamiento. ¿Alguien les va a explicar a los que padecen sed que el saciarla no es un derecho?