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La situación de un país como el nuestro, con escasa tradición de movimientos asociativos y con movilizaciones de protesta intermitentes, circunstanciales y, con demasiada frecuencia, sin eco alguno en las esferas del poder, contrasta con la de Francia, donde tres meses de movilizaciones y de presión estudiantil y sindical han hecho cambiar de rumbo a un Gobierno dispuesto a llevar a cabo una política laboral para los jóvenes contraria a la más mínima sensatez. Aquí hemos ido aceptando sin más todas las reformas laborales, hemos asumido uno tras otro los recortes y las agresiones a los trabajadores y hemos seguido hacia adelante obedientemente. Allí no. La fuerza del Gobierno de Dominique de Villepin, respaldado plenamente por el presidente Jacques Chirac, ha acabado diluida en un mar de pancartas y de proclamas.

La lucha callejera ha vencido a la imposición pura y dura de unas condiciones laborales para los menores de 26 años que eran, sencillamente, inaceptables. Y a cambio el Ejecutivo Villepin hará lo que tenía que hacer: dedicar fondos a animar a los empresarios a contratar a gente joven, especialmente aquellos que carecen de formación y tienen dificultades para acceder al mercado laboral. Claro que la situación francesa, según confesión del propio primer ministro, es «dramática» por la «desesperanza de muchos jóvenes». Pues mal remedio a esa desesperanza era un contrato en precario con la amenaza del despido libre pendiendo sobre sus cabezas. Y es que el paro alcanza a uno de cada cuatro jóvenes galos y sin duda era preciso reaccionar con contundencia ante esta realidad. Quizá el camino del diálogo con las organizaciones juveniles, con los empresarios y los sindicatos para hallar una salida consensuada sea lo más sensato, aunque hayan tenido que gritarlo un millón de franceses en la calle.