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Cinco de la madrugada del viernes. Diana a toque de tambor. Una hora después entramos en la Palma del Condado. Frente a la fachada principal siguen las carretas, con el 'simpecado', de La Palma y Palma de Mallorca. Allí las habíamos dejado la noche anterior, tras la misa de acción de gracias celebrada en las Hermanitas de los Pobres, y allí seguían. Poco a poco, el boyero Antonio Cortés Perejón, con 60 Caminos del Rocío a sus espaldas, enganchaba a la carreta de la Hermandad palmesana a las vacas «Peregrina» y «Morena», que tirarían de ella por espacio de doce horas, tras un descanso en el Pastorcito, pues doce horas, poco más o menos, serían las que, entre una cosas y otra, tardaríamos en hacer el Camino, el primero como Hermandad filial y el primero también con carreta, obra del ebanista Hernández Caballero, sevillano, y del orfebre, también hispalense, Miguel Fernández del Río.

Poco a poco la plaza se va llenando de fieles, rocieros de Mallorca, de Valencia y de Madrid, que junto con los de la localidad, se disponen a escuchar la misa que van a concelebrar los padres Quevedo y Feliu, este último pater de la Hermandad de Palma. Tras la misa se inicia el camino. En procesión, con las dos carretas con sus 'simpecados' delante, seguidas en primera posición por los presidentes y miembros de sus respectivas cofradías, se recorren las calles principales de Palma del Río, al son de guitarras acompañadas de cantos por sevillanas en honor a la Blanca Paloma, y tras un pequeño refrigerio los mallorquines obsequian a los palmeños con ensaimadas. Cubren la primera etapa, que finaliza en Bollillos, cinco kilómetros después. La carreta de Palma va delante de la de La Palma, mientras que los hermanos de una y otra hermandad se entremezclan. La etapa es dura, ya que es sobre asfalto, que se calienta más que la tierra y encima las botas resbalan más.

A la salida del pueblo, nos desviamos hacia la izquierda dejando el asfalto inciando a partir de ahí el Camino sobre el polvo. Polvo ocre en según que tramos, que se levanta con suma facilidad al paso de la carreta y de las jarretes, carruajes tirados por tractores donde se suben los que se cansan, lo cual no es nada deshonroso, pues, según cuentan los entendidos, el camino se hace con gusto, sin agostarse, disfrutando de él, y a nada que asoma el cansancio uno se para, se sube el carruaje y lo hace en él. Pasadas las cuatro y media de la tarde, retomamos el camino. Han quedado atrás los campos de girasoles, vides y olivares. Arbustos y algún que otro pino nos acompañarán en adelante sobre un ruta sin asfaltar, posiblemente más polvorosa que la anterior. Ducha, cena, un poco de tertulia y a la cama. La aldea, a ojo de buen cubero, habrá quintuplicado el número de habitantes de la víspera.

Pedro Prieto