A las ocho de la mañana, tal y como estaba previsto, el monoplaza Mercedes plateado aparcaba en el estacionamiento de la base de vuelos privados. Al lado del condutor, a través de los cristales, descubrimos a José Ortega Cano. El torero viste de negro, a juego con sus gafas. A su lado, manejando el vehículo, su amigo, al que llaman «El Pocero», que fue quien le prestó su avión para que la pobre Rocío regresara a morir a España. «El Pocero», camisa a rayas delgadas y pantalón azul, es persona discreta. Acompañado siempre por un servicio de seguridad que no le pierde de vista es el primero en abandonar el vehículo.
Según sabemos, tiene en Palma dos barcos (en uno de los cuales se ha hospedado el diestro) y, entre otros negocios, se dedica a la construcción -por lo visto ha construido una ciudad de veinte mil casas cerca de Toledo-, es propietario de una compañía de vuelos privados -en uno de cuyos aviones se dispone a volar-, y todo ello, gracias a los pozos que ha hecho a lo largo de su vida, que deben de haber sido muchos a tenor de la nada desdeñable fortuna que ha logrado amasar.
Apenas dos segundos después de haber aparcado, no sabemos de dónde salen dos o tres escoltas, que junto a ese individuo con peto verde de Mallorca Air, que siempre se nos pone delante pretendiendo que no hagamos fotos -cosa que nunca logra, pues he ahí el documento-, rodean al torero y a su anfitrión que, a paso rápido, y sin mirarnos -y eso que nos hemos hecho notar-, está a punto de alcanzar la puerta de la terminal.
Poco antes de que suba al coche que le conducirá hasta el avión, levantando la voz le decimos a Ortega Cano: «Hasta la vista, maestro». Él nos mira, sonríe y, levantando la mano, corresponde a nuestro saludo. «Hasta la vista», alcanzamos a leer en sus labios. Mientras tanto, el individuo del peto insiste reiteradamente en interponerse entre el personaje y nuestro objetivo, pero lo hace tan sumamente mal el pobre hombre...
Pedro Prieto
Foto: Julián Aguirre
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