El Gobierno está preparando, ¿cuántas van?, una nueva reforma educativa que esta vez afectará a los estudios de Bachiller, esa etapa que ya no entra dentro de la enseñanza obligatoria y que deben pasar quienes, en el futuro, aspiran a ingresar en la universidad.
La principal novedad es, de nuevo, una rebaja del nivel de exigencia que permitirá a los alumnos pasar de curso siempre que aprueben la mitad de las asignaturas. Quienes critican el proyecto alegan que los estudiantes olvidarán para siempre (si es que alguna vez se les ha inculcado) lo que significa esforzarse, porque seguirán avanzando aun suspendiendo la mitad de las materias y empezarán un nuevo curso arrastrando un déficit de conocimientos que seguramente lastrará su progreso educativo.
Auienes están detrás de la reforma, por contra, aducen que la posibilidad de ir pasando de curso incentiva a los chicos a seguir adelante. Claro, a ese precio, cualquiera puede llegar a las puertas de la enseñanza superior sin haber consolidado el aprendizaje previo, lo que únicamente será garantía de nuevos fracasos, sólo que aplazados.
Volvemos a lo de siempre. Sin tener en cuenta la letra pequeña de la reforma, porque todavía está en pañales, da la sensación de que los políticos juegan con los intereses de los estudiantes, del profesorado y de los padres sin tener mínimamente claro a dónde pretenden llegar ni qué camino van a seguir. Los ciudadanos no quieren otra cosa que una enseñanza de calidad, una preparación fuerte y seria para sus hijos, que les coloque en la vida adulta con un equipamiento de primera en cuanto a conocimientos y en cuanto a educación. No parece que se esté consiguiendo con una reforma tras otra, con parches y chapuzas que acaban por dibujar un panorama más bien descorazonador.
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