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Después de una década al frente del país siendo uno de los líderes más influyentes del mundo, el laborista Tony Blair anuncia su retirada dejando un sabor agridulce entre quienes alaban su trayectoria y quienes quieren ver en él la tercera pata del tridente de las Azores. Lo cierto es que Blair ha sido un líder en mayúsculas, aunque haya seguido quizá demasiado obedientemente la senda marcada por su homólogo norteamericano. Pero el Reino Unido ha sido, es y será el más fiel aliado de Estados Unidos, por tradición histórica y por la deuda contraída con el pueblo norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial.

Así lo admitió ayer Blair en su emotiva despedida. «Lo correcto era permanecer codo con codo con nuestro más antiguo aliado, y lo hice fuera de dudas». Y no es de extrañar, si tenemos en cuenta que Norteamérica acababa de sufrir los atentados del 11 de septiembre, que conmocionaron al mundo entero. El enemigo acababa de ser identificado y había que lanzarse a luchar contra él. Las consecuencias de emprender una guerra contra el terrorismo en Afganistán y en Irak eran impredecibles y ahora el propio primer ministro británico acepta que quizá se equivocó.

De cualquier modo, diez años al frente de su país después de la era conservadora han sido suficientes para dejar una impronta importante. Le avala la modernización de la economía de su país, la política social y su compromiso para aliviar la deuda de los países más pobres de Àfrica, así como su decisivo papel en la recién sellada paz para Irlanda del Norte.

Tampoco olvidarán las crónicas su firmeza ante la muerte de la princesa Diana, a la que dio papel real en el momento de sus funerales y exequias a pesar de llevar años separada de su esposo.