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El líder de la oposición, Mariano Rajoy, estuvo de visita en Balears para darse un baño de multitudes en un mitin no se sabe muy bien con qué intención, quizá compensar a sus fieles después del batacazo que ha supuesto la pérdida de la mayoría de las instituciones que gobernaban. Esperemos que no se trate del pistoletazo de salida de las elecciones generales de marzo próximo, porque el hartazgo de consignas y proclamas puede ser gordo si nos aguardan ocho meses de mítines.

Se refirió a lo que ha pasado en Balears, que considera un «chantaje» de los partidos pequeños que han dado el triunfo a los socialistas, a pesar de contar con menos votos. Y anunció que en su programa para las generales propondrá una reforma de la Ley Electoral que impida esta clase de pactos porque piensa que suponen una «manipulación de la democracia» para ir «contra la mayoría». Podría discutirse esta idea. Porque si únicamente se trata de sumar, lo cierto es que la mayoría la tiene la abstención, lo que daría qué pensar a la clase política si fuera como tiene que ser. Después, la mayoría de quienes votan han decidido, sí, mayoritariamente, que prefieren a esos partidos pequeños. Es complicado, pero si de lo que se trata es de respetar la voluntad de los votantes, la verdad es que ellos han decidido esta composición del gobierno autonómico, nos guste más o nos guste menos. No hay estafa, no hay manipulación, no hay fraude. Reformar la Ley Electoral para garantizar que gobiernen los partidos más votados condenará a nuestro país al bipartidismo. Un sistema monolítico que, naturalmente, conviene a los grandes partidos nacionales, pero que condena al ostracismo a los partidos pequeños. Es otra opción, tan válida como las demás, pero cuyas consecuencias habría que analizar con detenimiento si realmente queremos una sociedad plenamente democrática.