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Desde el inicio de la presente legislatura, que ha significado un cambio político de sus responsables en las principales instituciones de Balears, han sido numerosos los anuncios que se han realizado respecto a la paralización o modificación de importantes proyectos gestados en el cuatrienio anterior. Los ejemplos son conocidos, desde el hospital de Son Espases hasta la paralización del proyecto de la fachada marítima de Palma pasando, aunque tenga un carácter más o menos anecdótico, el color de los vehículos policiales. Habría más casos que añadir, como la apuesta en favor del tranvía para aparcar la ampliación del metro o el replanteamiento del Palau de Congressos. Remontándonos más atrás podríamos sacar a colación apuestas tributarias innovadoras o parques rehechos en tres ocasiones.

Los ciudadanos asisten impasibles a una constante de la política balear: la destrucción de los proyectos más emblemáticos del adversario. La dinámica es irracional. Resulta obvio que cada gobierno "autonómico, insular o municipal" trata de dejar su impronta en función del color político de las fuerzas que los integran, pero eso no debe significar que su principal misión sea paralizar o modificar todas las iniciativas que ha heredado.

En demasiadas ocasiones se ha reclamado que el consenso presida la toma de las grandes decisiones, aquellas que significan intervenciones trascendentales sobre el paisaje, la trama urbana de las ciudades, el diseño de las infraestructuras básicas. Sin embargo, aquí, en Balears, se mantiene un vaivén cuya única justificación se basa en el mero oportunismo político del que, equivocadamente, se piensa obtener un rédito electoral. Es preciso volver a reclamar diálogo, consenso y altura de miras a toda nuestra clase política.