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Las acciones militares del Ejército turco contra las posiciones de los rebeldes kurdos en la zona fronteriza de Irak ya han comenzado en lo que las autoridades de Ankara consideran una respuesta a los continuos ataques terroristas de éstos. Se trata de un conflicto latente que durante años ha estado ahí y que, sólo por las dos guerras del Golfo Pérsico, se ha visto relegado a un cierto olvido.

Llegados a este momento, las posturas se han enconado. Los Estados Unidos han advertido que el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) debe cesar en sus ataques a los turcos y que debe acabar la violencia. Pero no debe olvidarse que existe un problema de fondo que debería resolverse por la vía del diálogo.

Aunque la situación es tremendamente compleja, porque nos encontramos con un enfrentamiento en suelo iraquí, con una inestabilidad absolutamente manifiesta después de la invasión por parte de las tropas aliadas. La intervención armada turca puede contribuir a exacerbar aún más los ánimos de la insurgencia, aunque ésta tenga poco o nada que ver con los kurdos, terriblemente maltratados en tiempos de Sadam Husein.

La primera consecuencia para Occidente ha sido un incremento considerable del precio del crudo, con una evidente repercusión en los mercados. Pero esto no es lo más grave, lo peor es la tragedia humana que puede sobrevenir con una nueva guerra en Irak cuando aún siquiera han cicatrizado las heridas de la anterior.

La comunidad internacional, de la mano de las Naciones Unidas, debiera tomar cartas en el asunto para evitar que las primeras escaramuzas acaben convirtiéndose en guerra abierta, con toda la carga de dolor y muerte que ello conllevaría para miles de ciudadanos del Oriente Medio.