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Andan los analistas políticos reflexionando sobre el papel que ha ejercido la diplomacia española a la hora de liberar a las azafatas retenidas en Chad por el rocambolesco asunto del presunto secuestro de 103 niños con destino a Francia. Y es cierto que ha sido el engranaje estatal francés "con el propio presidente Sarkozy a la cabeza" el encargado de devolver a estas mujeres a España, aunque acusadas de complicidad en los presuntos delitos que pesan sobre la ONG gala.

Puede dar la impresión de que el Ministerio de Asuntos Exteriores ha estado lento y ha sido casi incapaz de reaccionar en este asunto complicado y oscuro. Aunque debemos tener en cuenta que, junto con Francia, estamos integrados en la Unión Europea y que las relaciones internacionales no sólo atañen a uno de los países miembros, sino que afectan al conjunto de la Unión. Es, por tanto, normal que el país galo, que además tiene importantes relaciones con el país africano desde hace años, haya asumido un papel protagonista, pero los esfuerzos diplomáticos españoles están ahí, aunque sean menos aparentes. Y máxime si tenemos en cuenta que no contamos con legación diplomática alguna en el Chad.

Cierto es que la presencia exterior española es manifiestamente mejorable y hay que trabajar en ese sentido. Pero no podemos achacar al departamento de Exteriores y a su ministro, Miguel Àngel Moratinos, todos los males y responsabilizarle de la lentitud en la puesta en libertad de la tripulación del avión en cuestión. Es un hecho que la detención se produjo en un país con un historial de violencia y de escaso respeto por los derechos humanos que hacía lógica la máxima preocupación por el destino de nuestros compatriotas. Y de eso, ciertamente, el Gobierno de España no tenía ni tiene la más mínima responsabilidad.