Si ser misionero en vez de se vocación fuera profesión sería una profesión de riesgo. Esa, al menos, es la opinión de los padres de Guillermo Pons, natural de Binissalem, y desde hace 30 años misionero focolarino -misionero seglar- en la Àfrica negra, primero en Camerún, más tarde en Burundi, coincidiendo su estancia con la guerra civil entre hutus y tutsis, y ahora en Kenia, cerca de Nairobi, pero algo lejos de donde ha tenido lugar el sangriento rifirrafe por mor de las últimas elecciones, pese a lo cual sus progenitores están preocupados. Normal. Porque, ¿qué padres no lo estarían en unas circunstancias como esas?
«Guillermo, con quien hablamos a menudo por teléfono, nos dice que estemos tranquilos, que no pasa nada, que el conflicto está lejos... Pero eso no quita que estemos muy preocupados; que a pesar de haber vivido situaciones parecidas, incluso peores, sobre todo cuando la guerra entre hutus y tutsis, no nos hemos acostumbrado», dice el padre. «Y sí, lo estamos -añade la madre-; incluso después de haber leído cada noche el mensaje que nos manda a través del móvil».
En plena contienda hutu-tutsi, donde vio morir a mucha gente, Guillermo sacó del apuro, o mejor, salvó la vida, a un ministro, escondiéndolo debajo de su cama. «Esa persona vino un día a Binissalem a darle las gracias».
Desde hace unos días no tienen noticias de él. «Su hermana, que ha conseguido hablar, nos ha dicho que ahora está en Tanzania, en un encuentro, que es lo que aquí llamamos ejercicios espirituales, y que no nos preocupemos... aparte que -le ha dicho- el conflicto ha terminado».
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