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eah Sarim es el barrio de los judíos ortodoxos de Jerusalén. Llegar hasta él es como dar un paso hacia atrás y entrar en el lugar donde se conserva la esencia del judaísmo en su estado más puro. Por ello es algo que recomiendo que vean, además de la ciudad antigua y el museo del Holocausto, si alguna vez deciden conocer esta ciudad.

Pedro Salvador, conductor de la EMT en excedencia, y desde hace cinco años judío converso y resiente en Jerusalén, me había citado allí anteayer por la tarde. «Que el taxista te deje en el cruce de los semáforos, donde hay dos bancos, poco antes de entrar en la calle Meah Sarim». Encontré el lugar sin problemas. En las dos horas que tuve que esperarle, me dio tiempo para hacerme a la idea de cómo es aquella parte de la ciudad, que nada tiene que ver con el resto. La actividad se desarrolla en torno a una calle principal de la que arrancan otras que a su vez forman un enjambre de callejuelas en las que se alinean pequeñas casas habitadas por familias, en muchos casos numerosas, pues la procreación desmedida es algo que forma parte de la vida y de la religión del judío ortodoxo.

A mitad de la entrada de la calle Meah Sarim hay un enorme letrero en inglés y hebreo que, entre otras cosas, con el fin de no violentar los sentimientos de quienes viven allí, advierte a la mujer que ha de ser decorosa en el vestir, prohibiéndole el uso de pantalones cortos y las camisetas ajustadas y escotadas. Y es que en aquel extraño lugar de Jerusalén "aunque a decir verdad, el único extraño que debe de haber en él a esas horas debo de ser yo (de vaquero, camiseta de manga corta y mochila al hombro) el número de centímetros cuadrados de piel de la mujer es infinitamente inferior al de la tela que cubre su cuerpo y cabeza, puesto que en la mayoría sólo quedan a la vista las manos y la caraÂ… aunque a decir verdad, peor están muchos de los hombres, dado que la cara, entre los tirabuzones, llamados aladares, que descienden como cascadas desde sus sienes, además de la poblada y ensortijada barba, y el sombrero de ala ancha que cubre su cabeza, apenas se les ve piel. La mujer no usa, salvo unas pocas y siempre en Sabbath, el maquillaje y el pintalabios. Como mucho, las más jovencitas se dan una leve sombra de ojos.

Por si se le ocurre llevar la cámara de fotos en la visita, sepa que los fotógrafos foráneos no son bien recibidos en el lugar. Y si se huelen que el fotógrafo es de prensa, menos todavía. Lo digo con conocimiento de causa: los hombres de negro se me rebotaron de mala manera cuando, con disimulo, traté de hacerles una foto. Les debió de cabrear tanto eso, que me siguieron durante unos metros jurando en hebreo y lanzándome todo tipo de improperios. Eran dos y vestían completamente de negro, con los tsi tsit revoloteando por entre sus levitas semi abiertas. Porque los hay que visten a rayas, como si se hubieran colocado un babero encima; y los hay también que en vez del pantalón clásico llevan una especie de bombacho, parecido al de sus antepasados, que vestían de este modo porque la ley les sugería que debían hacerlo de modo diferente al tradicional. Que es largo y recto. Sin embargo, pese al arcaísmo en la forma de vestir, y seguramente de comportarse, estos hombres de negro y mujeres sin apenas mostrar piel, tienen un punto en común con el resto de la Humanidad: que vía inalámbrico, ya bien vía móvil, están unidos al universo digital "a la noosfera, como diría Theilhard de Chardin" que es el universo de todos los seres de la tierra vía on line. Lo digo porque casi todos usan el móvil tanto, o más, que usted y que yo, y que a muchos, en la oreja, semi tapado por el tirabuzón, se les ve esa especie de pinza tan horrorosa, antiestética e incómoda que es el bluetooth.