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el Mea Shearim nos hemos trasladado al barrio judío del Jerusalén viejo, en el que conviven con cristianos, armenios y musulmanes, eso sí, cada cual en su territorio.

Para llegar a él, recorremos el recinto musulmán, formado por callejuelas estrechas atiborradas de tiendas minúsculas, a su vez atiborradas de souvenirs de todo tipo, con vendedores que a nada que te detengas para mirar, los tienes encima dispuestos a no dejarte partir sin que te lleves algo. Pedro Salvador, o mejor, Simón, alto y de negro, no pasa desapercibido en ese lugar de los mil y un chismes que penden de las alturas o que reposan sobre cajas, a modo de estanterías.

A paso rápido, sorteando a turistas, dueños de chiringuitos y policías armados hasta los dientes, que encima se hacen ver, busca llegar pronto a su barrio. Una vez en él, quita el pie del acelerador y nos lo muestra sosegadamente, empezando por la librería y acabando en el Kotel, o Muro de las Lamentaciones, tras pasar por su «yesiva», o escuela a la que asiste a clase, con la intención de visitar a su rabino, que no se encuentra.

En lo que nos enseña algo del barrio, nos cruzamos con una joven mamá que lleva de la mano a un crío de no más de seis años, de cuyas sienes cuelgan dos tirabuzones de pelo castaño. «¡Pronto empieza!», le digo a Simon. «Seguramente es lo que le queda después del primer corte de pelo. Por que es costumbre que a los niños judíos se les corte el pelo por primera vez al cumplir los tres años "explica-, y como lo tiene muy crecido, se les suele dejar el de las sienes». Muy anterior a esta ceremonia -¡y tanto!-, se le ha practicado la circuncisión, cosa que debe hacerse el día que cumpleÂ… los ocho días de vida, y cuando llega a los 13 años, a través de la ceremonia del «bar mitz» se le considera un adulto. «El cuarto acontecimiento importante de su vida será su boda, entre los 20 y los 23 años. Y a partir de ese momento, cuanto antes empiece a tener hijos, mejor. Que con el tiempo se conviertan con toda seguridad en familia numerosa influirá que la esposa no toma anticonceptivos. El último acto relevante de su vida será su muerte, que no disfrutará. Llegado este momento se deja que una organización llamada Jevra Kadista se encargue de prepararlo todo; de lavar su cadáver, de vestirlo con el talid, que a continuación se romperá, de envolverlo en un sudario blanco, y de enterrarlo sin caja -y apostilla-: «Sobre su tumba jamás habrá flores, sino piedras».

A esas horas de la tarde la explanada del Muro de las Lamentaciones, que no es otra cosa que los restos de la muralla del templo destruido por Vespasiano "luego el emperador Tito dejó esos restos en pie para que los judíos recordaran, y lamentaran, que Roma había vencido a Judea; de ahí el nombre de Muro de las Lamentaciones-, está repleta de gente. Entre la muchedumbre, destacan los jóvenes de ambos sexos. En la misma explanada, y frente al Muro, unos monitores enseñan a algunos de estos jóvenes cómo tienen que colocar los «tefilin» en su brazo izquierdo y cabeza, «colocar según manda la ley de Dios, que dice "recita Simón de memoria- que te pondrás las leyes en tu brazo y en tu cabeza».

Como es de suponer, no es fácil acercarse hasta el Muro. Los jóvenes, sentados, o de pie, ocupan casi todos los metros cuadrados de la explanada. Pero, tras ponernos un kipa hecho de cartón sobre nuestras cabezas (es imprescindible ir cubiertos), y a base de algún que otro empujón, lo conseguimos. Es la segunda vez en mi vida que piso ese lugar y me da la sensación de que todo sigue igual en él, pero con otra gente.

«Quienes piensen que somos un pueblo triste, se equivocan, porque ya vesÂ…. ¿Dónde está la tristezaÂ…? "pregunta Simón, señalando con su mano hacia abajo- Y también está claro que el pueblo judío tiene larga vida. Porque eso que ves es la cantera, y a la vista está que es numerosa y muy predispuesta».