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Resulta chocante, pero es justo ahora, cuando ya no están municipalmente activas esas personas llamadas Hidalgo, Massot, Mir y Gibert, que se preocupaban hasta la desmesura por el bienestar de los andritxoles y sólo en contadas ocasiones del suyo propio, que hallar pisos en Andratx es más fácil que nunca, en autorizada opinión de las inmobiliarias que soportan allí el IBI.

El abandono de la que fue Nínive y hoy parece la nuclearizada Gomorra, se esperaba la mañana lunera que abrió el juicio como una muestra de gratitud en forma de resistencia civil pacífica a lo Ghandi por parte de la ciudadanía, a la que ya veíamos acompañando a sus ofendidos benefactores al banquillo. Pero no fue así. Ese público fiel estaba informado de que la incomodidad judicial se llama banco de madera en sala de vistas, y se dice que optaron por algo más neumático como pudiera ser el suelo rústico mallorquín, de conocida aunque algo violentada protección.

El caso fue que esa ausencia pudo disparar la adrenalina de los magistrados juzgadores, que no las tendrían todas consigo y estarían muy temerosos antes de la llegada de «Los 4» y fanfarria, y hubo cambio de guión.

Hasta comprobar que se sentarían solos en el sitio -habitualmente- destinado a los proscritos, sus señorías habían escondido la campanilla y llegó a decirse que estaban afónicos. Mas vista la batalla a campo abierto y con escasos efectivos, visto que el miedo es libre, pero que también la verdad retira las cadenas, allí se armó la de San Quintín entre la muy pesada maquinaria judicial y los presuntos magníficos, una caballería ligera según ulterior confesión propia.

A pesar de los pronósticos que apuntaban a la primera escaramuza jurídica del 'caso Andratx' como un «lo de siempre» -quedamos al final de la mañana, me cuentas y seguimos viaje a Shanghai-, se vivió en la sala más bien «lo inaudito» -de aquí no se mueve nadie hasta que el asunto esté sustanciado y bobadas las justas-, con lo que una ligera pero persistente bruma se apoderó durante las cuatro jornadas de la que venía anunciada como sol y playa, costa de la calma.

Templando y mandando pues los jueces en aquélla que es «su» sala -una vicisitud sí, pero también concomitante con lo que reza en la norma española del enjuiciamiento criminal-, vinieron a juzgarse en su presencia unos hechos que los acusadores consideraban algo deplorables y susceptibles de castigo por el bien de todos, y cuya gravedad los afectados dijeron desconocer, empeñando para tal fin su palabra de honor y algo de desdén.

En esa parte de los discursos con la que tres de los cuatro y sus defensores culminaban los alegatos, se centró la parte más sonora del choque de espadas. Vino a parecerles a sus señorías, unas cuantas decenas de veces, que más que amagos bélicos asumibles en la legítima defensa de los encausados, éstos trataban abiertamente de asirles y cortarles las cabelleras, y por ahí hubo palabras «de ajuste», una jerigonza quizá inusual para los poco iniciados en la asistencia a vistas, pero que les permitió a ellos y al resto del escaso auditorio escuchar respuestas medianamente claras en vez de declamaciones de elevado contenido urbanístico-poético.

Como las leyes no estaban claras ni para erigir una casa ni menos aún su interior, la misma se limitó a dejarse «brotar». Lo peor fue que el magistrado-presidente era un payés, y no terminaba de entenderlo muy a pesar de su sólida formación, tan jurídica como agropecuaria.