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La abrupta crisis en la que nos han metido ha tenido un efecto sorprendente: el pánico nos lleva a quedarnos en casa y a no gastar. Las ventas de coches se han desplomado en el mundo entero y el dato negativo afecta a todas las marcas y modelos. Lo que significa quizás que antes de la debacle financiera nos lanzábamos a comprar coches aun sin necesitarlo, por gusto, por capricho o lo que sea. Ahora seguimos sin necesitar un coche nuevo y nos aguantamos sin comprarlo. Y lo mismo es aplicable a prácticamente todos los productos que uno puede comprar. No los necesitamos. No son urgentes y podemos pasar sin ellos. Muy a nuestro pesar estamos descubriendo que sí hay otra forma de vivir, más austera, sin andar siempre con la tarjeta de crédito en la mano dispuestos a fundir lo poco o lo mucho que tengamos.

Es una pésima noticia para sectores importantísimos de la sociedad, como el comercio y, detrás de él, las fábricas, que ven cómo todo eso que estaban creando a un ritmo vertiginoso se queda ahora en los almacenes sin poder salir, lo que conduce a las regulaciones de las plantillas para frenar una producción excesiva.

Es tal vez sólo el primer momento, el del susto inicial, y seguramente las cosas irán volviendo poco a poco al camino de lo racional. No le falta pues razón al ministro Sebastián cuando ruega a los ciudadanos que consuman productos nacionales. Hay que hacerlo, aunque sea a una escala modesta. Con ese pequeño gesto, repetido a diario, estaremos salvando empleos. En esto como en todo, nunca es saludable pasar de un extremo al otro. La armonía está en el equilibrio y es necesario volver a él, porque de ello depende el bienestar de la sociedad en su conjunto.