A pies de las escaleras que llevan hasta la parte de atrás de La Misericordia, sale a mi paso un negro y me pide que le dé algo para comer. Está plantado ahí desde hace algunos días, pero hasta ayer no se dirigió a mí. Es un negro alto, delgado, llegado de cualquier lugar de Àfrica, de forma legal o ilegal -da lo mismo- seguramente buscando una vida mejor. Seguramente, años tras, debió de salir de su aldea tratando de encontrar trabajo. Seguramente al no encontrarlo, y temeroso de quedar desarraigado en aquella ciudad llena de desarraigados, decidió dar el alto a Europa. A pie, o como fuera, en barco o en patera, llegó a Mallorca, donde, a lo que se ve, no sólo está sin trabajo sino que tiene que pedir para vivir. Así, el hombre ha pasado de ser un bayaye africano a ser un bayaye palmesano. Un bayaye, o si lo prefieren, un indigente. Su problema, sin embargo no es ése. Su problema es que estando aquí, sin futuro y sin dinero, tampoco puede regresar a donde salió.
El del negro no es el caso de la gente que desde hace cuatro meses se pasa gran parte del día, y toda la noche, en la plaza de la Misericordia, aunque a lo peor puede que también malviva en otro lugar. En la citada plaza sobreviven varios hombres y una mujer. No tienen nada. Por eso duermen en los bancos sobre los cuales, de forma ordenada, tienen colocados sus pocos enseres. En uno de esos bancos, la mujer se ha construido una especie de cobertizo, seguramente para librase del relente de la noche. «Somos más, todos sin trabajo. Si no están aquí ahora es porque se están buscando la vida por ahí».
Los perros y las plantas tienen sociedades que los defienden. Sin embargo, estas personas no tienen esa suerte. Nadie se ocupa de ellos. Llevan cuatro meses ahí sin que nadie haya pasado a verles. «Vivimos gracias a la caridad de la gente y lo que nos dan vigilando los coches aparcados. Nos alimentamos de bocadillos y dormimos aquí, sobre los bancos, haga frío, calor o llueva. Nadie nos da trabajo, y ya no sabemos dónde ir para encontrarlo». Lo peor de todo es que mi mujer está enferma del riñón y que la familia de ella, sus hijos, no quieren saber de sus problemas.
Ayer desayunamos con la noticia de que el Parlament acaba de aprobar la ley que da derecho a comida, ropa y alojamiento a quien lo necesite. Pues bien, ahí, en Plaça de la Misericòrdia tienen dónde aplicarla.
Un joven, que dice ser de Badajoz y haber salido de la cárcel días atrás, confiesa que no cree en esas leyes «La Constitución ya dice eso y nadie lo cumple. Así que paso. Cobro 400 euros que me dan como ex preso y me largo a Extremadura. La única solución que me dan es que me vaya a la Placeta, con los yonkis, cuando lo único que pido es un trabajo».
Pedro Prieto
Foto: Pere Bota/P.P.
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