A las 8.30 horas de ayer dio comienzo el rezo que pondría punto final al Ramadán. Entre hombres, mujeres y niños, sería unas tres mil personas las que acudieron al Palma Arena. Musulmanes magrebíes, subsaharianos, balcánicos, paquistaníes, bosniacos, caucásicos... Unos de paisano, otros con chillaba y babuchas, otros con sus vistosos y coloridos trajes... Los hombres en un lado y las mujeres y los más pequeños en otro. Todo en orden. En apenas unos minutos se alinearon en filas, de rodillas sobre las esterillas, y cuarenta y cinco minutos más tarde, tras las palabras del Imán Mohamed dando gracias a Dios por los efectos del ayuno, también en unos pocos minutos, el inmenso espacio quedó prácticamente desalojado.
El Ramadán, como sabemos, es una de las fiestas más grandes del Islam; uno de sus cinco puntales (los otros son: creer en un sólo Dios, rezar cinco veces al día -salida del sol, sobremesa, tarde, atardecer y noche-, dar el dos por ciento de sus ganancias a los pobres, y si se puede, peregrinar una vez en la vida a la Meca). El Ramadán, a través del ayuno de cerca de catorce horas diarias logra el equilibrio entre el cuerpo y el alma, entre la persona y sus deseos materiales. Es obligatorio a partir de la pubertad. Sólo se libran de él los enfermos, incapacitados, mujeres embarazadas o que estén amamantando y los que están de viaje.
Después de la oración, cada cual se va a su casa, a reunirse con los suyos, o con otros familiares y amigos. Y se come al mediodía. No mucho; más bien dulces. Y es que el cuerpo, el estómago, no está preparado tras tanto ayuno.
Algunos almorzaron en casa, otros, en el campo, y otros, como algunos subsaharianos, lo hicieron en el polígono de Son Rossinyol, a base de pinchos morunos, verduras hervidas y plátanos.
lPedro Prieto
Fotos: Joan Lladó
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