Carles Puigdemont. | STEPHANIE LECOCQ

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Lo malo de la campaña electoral catalana que empieza este martes es que hay demasiados interesados en que cuanto peor vaya, mejor para sus intereses. En el campo independentista quieren mostrar a toda Europa que son una nación reprimida. Cuanto más consigan provocar a la junta electoral para que tome decisiones polémicas, más rédito piensan obtener. Del otro lado está el Gobierno de Madrid. Su partido, el PP, parece abocado a un resultado flojo. La maquinaria de Rajoy está condenada a hacerle el trabajo a Ciudadanos. Para los populares la mano dura en Catalunya es pan para hoy y hambre para mañana. Pero no tienen otra salida. Y los partidos situados en medio pueden verse arrastrados por las tensiones extremas. La oferta de Iceta de articular una Hacienda propia catalana llega tarde y en un ambiente políticamente incendiario. Por su parte, los comunes siguen empeñados en nadar entre dos aguas, lo cual les puede hacer perder votos por ambos extremos, el más soberanista por un lado y el más unionista por el otro.

Son unas elecciones en las que todos parecen estar situados entre la espada y la pared. Da la sensación de que los comicios traerán como resultado una Catalunya ingobernable. La no excarcelación de Junqueras, Forn y los Jordis añade más leña al fuego. Es evidente que el mantenimiento del exconseller de Interior entre barrotes va ligado a la actuación de los Mossos el 1-O. El ambiente se enrarece más y más. Rajoy confía en que, pase lo que pase, la Navidad lo calma todo. Motivos tiene: le estalló el escándalo de Bárcenas en agosto de 2013 y años más tarde tuvo que ir a declarar por la financiación ilegal del PP en pleno verano, con millones de ciudadanos de vacaciones. Salió indemne. La distensión mediática es directamente proporcional al salvavidas político. Pero esta vez no será así. No hay Belén que pare el conflicto catalán. Cada vez se habla más de 'explosión social'. Tal vez sea una exageración (también interesada) pero el cotarro sigue caldeándose más y más, sin que nadie ponga remedio.

La clave es intentar comprender a quién beneficia más el 'cuanto peor, mejor'. Los independentistas se arriesgan a perder su mayoría absoluta en escaños porque mucha gente que no acude a votar en Catalunya esta vez sí lo hará. Pero luego vendrán las acusaciones independentistas de que no son unas elecciones 'legítimas' porque sus líderes o bien están en la cárcel o en Bruselas. Otra dificultad añadida será formar un Govern ¿Con quién pactarán los comunes, cuyos votos parecen decisivos? ¿Se atreverá Rajoy a mantener el 155 si se llega a un acuerdo entre la Esquerra de Junqueras y las gentes de Domenech y Colau? Todo es incertidumbre.

Mientras, Pedro Sánchez se quema lo menos posible. Habla lo mínimo y espera. Sabe que paga un alto coste por apoyar el 155, pero en todo caso en un precio muy inferior al de Rajoy ¿Intuye Sánchez que el conflicto catalán acabará por abrasar a Mariano igual que el bombardeo de Barcelona de 1842 acabó con Espartero? ¿Espera Sánchez su momento? Tal vez sí. Tal vez ahí esté la clave de quien sabe moverse con más habilidad. Tal vez los comicios catalanes sean el prólogo de las 'inevitables' elecciones generales del año próximo. Sánchez sabe que su llegada a la presidencia con la mano tendida al diálogo sería bien recibida por un magullado y 'escarmentado' independentismo catalán en retirada. En este caso, el 21-D no es un fin en sí mismo, sino un tenso prólogo. El soberanismo catalán no se saldrá con la suya, pero está quemando a Rajoy. Y de eso hay beneficiarios muy importantes.