Mariano Rajoy. | HANNAH MCKAY

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Una de las causas de la actual crispación catalana es la falta de reflejos de Mariano Rajoy. Siempre actúa a posteriori, a toro pasado. No vería venir ni un elefante en paracaídas. Ya le advirtieron que si aplicaba el 155 justo después de la declaración de independencia, Puigdemont se largaría ipso facto al exilio a armar el escándalo internacional. No reaccionó. Ya le dijeron que actuando tan tarde y mal no tendría más remedio que meter independentistas en la cárcel, con lo que le restregarían por la cara que en España hay presos políticos. No se inmutó. Ahora tiene que lidiar con el espectáculo de 45.000 catalanes en Bruselas reclamando la independencia. Y con Junqueras y los Jordis ejerciendo de mártires junto al antiguo jefe político de los Mossos, el exconseller Forn. Es demasiado circo. Disimulan, pero el corazón de la Unión ha quedado con la boca abierta. En Bruselas alucinan. Están acostumbrados a quejas y protestas de minorías que se pueden contar con los dedos de las dos manos. Pero allí se presentaron decenas de miles desafiando un frío que pelaba. Ni el fútbol mueve estas masas en campo contrario. Por lo bajini, muchos dirigentes europeos deben estar comentando lo mismo: «Este Rajoy no controla nada». En España se es más cruel: «Parece el portero del Alcoyano».

Y ahí está la clave del procés, desde sus orígenes en 2010. Rajoy no sabe negociar. Carece de empatía personal. Parece tonto sin serlo. Está encastillado tras su armadura de altivo e inaccesible registrador de la propiedad. Eso tal vez funcione a nivel interno. En el PP son venerados los líderes que lucen las medallas de haber sacado unas oposiciones de postín. Pero tales atributos no sirven para la dialéctica democrática. En el arte de la política vence la capacidad para hablar de manera llana y abierta.

Tras el festival bruselense Rajoy lo tiene que fiar todo a una carta: que el independentismo no obtenga otra mayoría absoluta en escaños. Y ni mucho menos en votos. Tal y como están las cosas, no le va a resultar fácil. El soberanismo está movilizado y pelea cada voto casa por casa, bar por bar, centro de trabajo por centro de trabajo. Ni el poderío mediático madrileño tiene capacidad para contrarrestar la calidez del cara a cara desplegado barrio a barrio. ¿Y qué pasará si se reedita la mayoría absoluta independentista? ¿Mantendrá Mariano el 155? ¿Continuará exigiendo la petición de cárcel para Puigdemont a través de sus fiscales? ¿Intentará dividir a los independentistas mediante los tertulianos para que se peleen a la hora de elegir al president?

En otras circunstancias serían cartas válidas a jugar. Ahora mismo parecen cartuchos mojados. No sirven. Rajoy sólo tiene una salida: que gane el 'bloque constitucional' (que no es tal bloque) y hacer president al socialista Iceta. Su candidato, Albiol, no tiene la más mínima oportunidad. Puede llevar un cirio a la Virgen de Montserrat ni no obtiene un resultado mínimamente digno. Ciudadanos se come al PP en el Principado. ¿Y como es posible que un presidente de España se embarque en una batalla feroz con los independentistas catalanes si no tiene candidato ni estructura de partido digna de tal nombre en este territorio?

Eso es lo que se preguntan los lideres europeos: ¿Pero qué manera de hacer política tiene este tío? ¡Se ha metido en un berenjenal donde no tiene ni partido ni proyecto! Es lo nunca visto en la política continental: liarla parda donde se carece de fuerza, de predicamento y de prestigio. Es la negación de la praxis, de la conversión de la teoría en práctica.

Ahí está la clave. A diferencia de los socialistas, que ya hablan de una hacienda federal catalana, Rajoy no tiene nada que ofrecer. Nuca lo tuvo. Sólo amenazas, altivez y displicencia. Y eso, en política, se resume en un solo concepto: debilidad. Su anticatalanismo desaforado eclosionó como válvula de escape en paralelo a que estallase el escándalo de la financiación ilegal del PP. Y eso ya es más que debilidad: es miedo.

Por eso decenas de miles de independentistas se han ido a Brusela; por eso el exilio de Puigdemont rezuma 'glamour' por todos los poros; por eso el 'martirologio' de Junqueras roza lo sublime para los suyos. Porque ven al que ejerce de duro e implacable como a una indolente estatua de hormigón. Y las estatuas ni ríen ni lloran, ni piensan ni comprenden, simplemente desafían a la intemperie con soberbia, hasta que un día caen por su propio peso. La fuerza de Puigdemont, Junqueras y los independentistas es directamente proporcional al hieratismo estéril de Mariano y sería inversamente proporcional al prestigio del Gobierno de Madrid si allí el inquilino de la Moncloa fuese un político digno abierto, valiente y, sobre todo, inteligente.