No hubo bendición presencial de palmas ni la tradicional procesión desde el Palau Episcopal hacia la Seu. El obispo de Mallorca, Sebastià Taltavull, ofició la misa del Domingo de Ramos, la que da inicio a la Semana Santa, en la intimidad de una catedral tan vacía de fieles que permitía ver con claridad el reflejo de la luz de los vitrales en los bancos oscuros de la nave central. Ni canónigos ni sacristanes: la ceremonia eclesiástica fue tan austera que el obispo tan solo estuvo acompañado por tres personas. Eran el vicario general, Antoni Vera; el dean de la Seu, Teodor Suau, y el maestro de ceremonias, Pere Oliver. El de ayer fue, sin duda, un Domingo de Ramos para la historia.
El vacío de la catedral, sin fieles ni canónigos ni sacristanes en el altar, era una prueba más de que el coronavirus ha hecho saltar por los aires todos los aspectos de la cotidianeidad de nuestras vidas. Por las redes sociales había circulado una iniciativa para, pese a todo, colgar un ramo en los balcones con el objetivo de sumarse a la celebración, pero apenas se veían palmas engalanando balcones señoriales del barrio de la catedral o humildes ventanas del vecino call.
Este año no era fácil conseguir ramos para colgar en los balcones, pero Angela G. Truyols logró hacerse con uno que colocó dentro de su casa. Los pocos que se veían en las fachadas del barrio de la Seu eran restos del año pasado, cuando la gran tragedia para cofrades y empresarios era tener una Semana Santa pasada por agua. El coronavirus ha hecho que todo sea ahora relativo en esta ciudad más congelada en el tiempo que nunca.
El de ayer era un domingo de primavera con todo lo que ello implica, perfecto, por tanto, para salir a dar un paseo caminando con los niños y su patinete o en bici para pedalear junto al mar, pero en la calle pesaba ayer un sonoro silencio.
En la zona de la catedral apenas se escuchaba nada. A través de esas ventanas abiertas que ahora son los confines de nuestro micromundo se resonaban las palabras del obispo en la misa retransmitida por IB3. De ventanas hacia afuera, en la calle se escuchaba el piar de los pájaros, volando libres en ese cielo azul de domingo, mientras observaban a los humanos enjaulados en sus casas en una especie de intercambio de papeles entre hombres y pájaros.
Los días de confinamiento empiezan a pesar en el ánimo de la gente, más ahora que se sabe que no podremos salir de nuestras casas durante otros quince día, así que ya no se ve a corredores desafiantes por el Passeig Marítim ni bicicletas en ese carril bici que ha perdido temporalmente su sentido.
La única presencia humana que había ayer por las calles de Palma eran ciudadanos caminando con sus perros o con su carrito de la compra, objeto que en esta pandemia ha transmutado tanto en una suerte de salvoconducto como de animal de compañía con el que liberarse por un rato del confinamiento sin salir solo de casa.
Y este domingo seguían los controles policiales en la salida de la autopista para comprobar que nadie se salta esta cuarentena que comenzó durando 15 y acabará durando 42 días, que es lo que duran las cuarentenas. Como su propio nombre indica.
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