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Recuerdo que la pediatra de mis hijos en mis primeras semanas de mamá primeriza me trataba de concienciar de la importancia de las rutinas en la vida de los bebés, y de los niños en general. No me hizo falta mucho tiempo para entender que sus palabras eran sabias y que las rutinas facilitan la vida en esa época de cambios diarios y de montaña rusa emocional.

Después de más de tres semanas, el confinamiento afianza en casa nuevas rutinas; otras, lo reconozco, se han ido literalmente al traste. Es imposible tratar de mantener - y resistir y no desfallecer en el intento - la actividad diaria que habitualmente gestionan nuestros peques. El nivel está muy alto. Así que por mucha traca que les demos y miles de juegos y actividades que nos inventemos para hacerles más agradable el encierro, al final del día los únicos que caemos rendidos somos nosotros. «Mami, te duermes...», me alerta el mayor. «Lógico», pienso y resoplo.

En nuestro empeño en que todo esto sea un paréntesis en la normalidad, y lo vivan y entiendan así, estas dos últimas semanas hemos confeccionado un horario para organizarnos y repartir el día entre horas de juego, deberes, manualidades o cocina, descanso, tiempo de televisión... muy flexible todo, eso sí. Y entre todo esto ha surgido una rutina no escrita, no preestablecida, pero que es quizás de las que más rápido ha encajado en nuestra vida desde que la amenaza del bicho nos recluyera en casa. La hora de las videollamadas. No hay día sin ellas. Con amigos, con tíos, abuelos,... Nada nuevo, por otra parte, ya que la posibilidad de hacerlas estaba ahí desde hace tiempo, pero ahora cobran más valor que nunca, cuando se convierten en el único canal para hablarnos mirándonos a los ojos.

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Al parecer, no somos los únicos que hemos encontrado ahí algo de consuelo. Las redes y los estados de WhatsApp se han llenado, sobre todo en los primeros días de confinamiento, de fotos con las capturas de videollamadas grupales. A falta del calor del contacto, buscamos así sentirnos más cerca entre nosotros, llenar ese vacío.

La mayoría de los días mi vecina y yo compartimos unos minutos de balcón a balcón. El otro día hablamos de cómo habría sido todo esto en otra época. «¿Te imaginas cómo sería si solo pudiéramos comunicarnos por el fijo?», «¿y si esto nos hubiera pasado hace 30 años?». Ella también se ha abonado a las videollamadas.

Anoche volví a pensar en ello después de la ronda diaria -probamos la videollamada de messenger con juegos y otras chorradas que a los niños les hizo mucha gracia-. En esta sociedad ahora tan hiperconectada, sin todo esto la sensación de encierro sería aún mayor. Entonces me imaginé treinta años atrás: En casa, con solo siete años, junto a mis padres y con mi hermano. El acceso a la información sería diferente y también las opciones de entretenimiento. Las nuevas tecnologías nos dan mucho de todo. Treinta años atrás el videoclub lo teníamos en la calle, pero estaría cerrado por no ser actividad esencial. Ahora apretando un botón del mando se nos abren pasillos y pasillos repletos de películas, series, documentales,... Una oferta infinita.

Hace treinta años, no tendríamos acceso cada día al material que nos envían al correo desde el cole para seguir con nuestro curso. Tampoco pasaríamos algunos ratos muertos mirando a otros por la ventana de las redes sociales, pero haríamos otras cosas, otras diferentes. No podríamos contactar con ese pequeño comercio que hoy nos sirve a domicilio tras enviarles un email o whatsapp. El teletrabajo sería imposible. La verdad es que no tendríamos muchas cosas de las que tenemos ahora, cierto. Muchas. Y entonces vuelvo a pensar en que en este confinamiento, o en cualquiera, sí hay algo que echamos en falta y es lo que cada día nos mueve a hacer nuestras videollamadas: el contacto, el abrazo, la sonrisa amiga... Hoy entiendo que esas videollamadas, ese acercamiento, es un intento de resarcirnos. Pero esta rutina, lo juro, la destierro de mi vida en cuanto pueda salir por la puerta mi casa.