Elisabeth saca del coche su bombona vacía de butano mientras el repartidor le trae otra llena. Vive en la calle Manacor pero aprovecha que ha venido a ver a sus abuelos, que tienen casa allí. | Jaume Morey

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La magia puede asomarse por cualquier esquina; también en los días del estado de alarma que llega este viernes al que hace 41. Si atraviesas el Camp Redó, cruzas las casas de ‘Corea' (viviendas sociales del Franquismo, de la época de la Guerra Fría, y llamadas igual en diferentes ciudades del país, también en Palma), es el Día del Libro y el barrendero se llama Miguel Hernández, no hay otra explicación que la magia.

Es nuevo en Emaya, la empresa municipal de limpieza de Palma. Le hicieron un contrato de seis meses el 16 de marzo. Formaba parte de un ‘bolsín' de refuerzos. Desde entonces, la mayoría de días le toca esa zona. Hace la ruta «el revés»: empieza por las casas de ‘Corea' y la termina en la calle Colliure. Miguel Hernández es consciente de la fuerza de su nombre y de su apellido, «sí, como el poeta de Alicante» (precisa) y asegura que estos días lee Epidemia, de Robin Cook.

Antes de que epidemia y pandemia se incorporaran al vocabulario cotidiano de todo el mundo, el Ajuntament de Palma había culminado el derribo del ‘bloque 8' de viviendas, ocupado ahora por basura amontonada y que (constata el barrendero con nombre y apellido de poeta) necesita algo más que una escoba. La rehabilitación de la zona comenzó hace años y se detiene y avanza según los tiempos. Ahora estaba en fase de avance, aunque todavía quedan infraviviendas. Una la ocupa José Luis, asomado a la puerta y ganas de salir. Y con una historia detrás. «Yo vivía aquí con mi hijo, al que ahora tengo en Son Moix [donde los servicios sociales del Consell dispusieron un albergue]; necesita ayuda; no lo puedo tener aquí porque tiene esquizofrenia», dice.

Recuperó su infracasa no hace mucho. «Me habían entrado unos okupas», aclara. Cobra un subsidio y el otro día «unos vecinos me trajeron dos bolsas de comida». Tiene ganas de hablar, la mayoría de quienes habitan allí, no. «Saldremos adelante, Dios nos ayuda», dice. Es creyente. Lo deja claro en una frase de despedida que incluye un elogio: «Hacéis un buen trabajo, que Dios os bendiga».

La casa de los abuelos

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Es la hora del butano. Dos veces por semana llega el repartidor. Conoce bien la zona, pero no da su nombre. «Soy búlgaro y es bastante complicado», se justifica. «Hay mucha gente mayor que no tiene coche y no puede venir a buscarlo», añade mientras ve cómo aparca uno del que sale una mujer. Se llama Elisabeth, vive en la calle Manacor pero esta mañana ha venido a ver a sus abuelos, que habitan un piso de uno de los bloques.

Llama al hombre del butano y le pregunta si le cambia la bombona. Lleva otra vacía en el coche. «Como sé que pasa por aquí, me la he traído ya que vengo con comida para mis abuelos», dice.

No hay demasiadas ganas de hablar, en general y tampoco se ven, a esa hora, niños o niñas. Sí mujeres y hombres que van y vienen. Una mujer atraviesa el espacio de que dejó libre el ‘bloque 8' con un perro; otras tres mujeres no tardarán mucho en hacer lo mismo con tres bolsas y un hombre va con garrafas de agua.

«Nada de fotos, eh, a mí no me saquéis», advierten algunas personas con pocas ganas de hablar. La gente sale a las ventanas como en todas partes a las ocho de la tarde. Eso cuentan. Fernando vive cerca de allí. No en el grupo de casas que intentan olvidarse de que un día fueron bautizadas como ‘Corea'; sino en las que limitan con estas. Su calle es la del Passatge Jardí Can Capiscol. Ha madrugado mucho. Se ha levantado a las 5 de la madrugada. Trabajó en la construcción y ahora está jubilado. Tiene tres jaulas con pájaros en la ventana y puesta la tele. En esos momentos Tele 5, dice desde la ventana. «Pero también veo Antena 3 y la de aquí, la IB3», apunta para añadir que «también quiero saber cosas de Mallorca».

Y sigue pasando el tiempo.

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