Esta semana tuve necesidad de ir a un supermercado diferente del habitual. | Efe - CATI CLADERA - gar - EFE - EFE

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Esta semana tuve necesidad de ir a un supermercado diferente del habitual. Suelo llevar mis propios guantes, sobre todo porque las veces en que intenté ponerme los que ofrecen o no me entraban o tenían cuatro dedos, o se rompían, o no se deslizaban, de manera que terminaba convirtiéndome en un obstáculo para una cola que, mira por dónde, en ese momento empezaba a volverse interminable.

Con los guantes propios, en el supermercado habitual sólo me exigían que me aplicara desinfectante –que siempre sale disparado para caer allí mismo, donde todo el mundo tiene que mirar. Pero en este segundo supermercado, me dijeron que mis guantes no sirven. «¿Y si les aplico el desinfectante?» «No, caballero, ha de ponerse los que le damos nosotros». (Real Decreto 157/2019, disposición adicional 12, epígrafe 7). O sea que guantes sobre guantes. No fue fácil, pero lo conseguí. Iba a entrar cuando oigo de nuevo el fatídico: «¡¡¡caballero, caballero!!!». La chica de la puerta, ante la mirada vigilante del guardia, listo para abortar mi atentado contra la salud pública, me grita horrorizada que «ha de coger un carrito». «Pero tengo mi propia cesta». «Lo siento caballero, ha de coger su carrito». (Real Decreto 37/2019, apartado 23, artículo 14). Toda la cola de clientes empezaba a murmurar qué actitud la mía, poniendo en riesgo miles de vidas... No, no me quise ni preguntar qué variante de virus tienen en este supermercado que diferencia entre carritos y cestas. «¿Le he de dejar a usted la cesta?» «No, puede ponerla en el carrito y pasar con ella».

A esas alturas al salir por la puerta de casa dejo de pensar: obedezco a ciegas. Antes tampoco es que discutiera, pero me decía para mis adentros aquello de «si quieres saber quién es fulanito, dale un carguito», y seguía. Ahora, como sé que quien me da la orden va a aducir que puedo ser culpable de los treinta mil muertos que ha habido en España, directamente no pienso, de manera que mi cara no expresa nada, porque mi cerebro está al ralentí, sólo operativo para acciones mecánicas. Tengo claro que el virus se ha convertido en la oportunidad perfecta para dar una orden, para ser alguien, para obligarnos porque yo estoy aquí y decido qué se ha de hacer.

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Hice la compra. Al salir, sonrisas en la caja y me dispongo a vaciar el carrito. «¡Caballero!, ¡caballero!». Zás, la he vuelto a liar. «Póngase por el frente de la cinta de la caja, no por el lateral». (Real Decreto 67/2020, disposición transitoria 876, epígrafe 3). La cajera está protegida con una mampara y la distancia entre ella y yo nunca es menos de metro y medio, pero, así y todo, he de poner los productos por el frontal de la caja, no de costado. Es ridículo, pero hoy nuestra cajera tiene poder, además del respaldo del guarda de seguridad que ya ha aparecido a vigilar a este díscolo. El coronavirus ampara cualquier estupidez. En estos días, todo intento de vivir sin recibir órdenes es inútil, porque hay un virus. Y todos en su fuero interno necesitan, aunque sólo sea en este inolvidable 2020, poder dar una orden y ser obedecidos.

El verdadero virus no es la Covid, sino la necesidad de exhibir poder. Lo vi en la cara del policía local de Palma que se paseaba por Jacinto Verdaguer preguntando a la gente qué hacía por la calle. (Real Decreto 765, Regulador de fase 1, modificado por Orden de Presidencia del Govern de Baleares 63/2020.) Bajo la apariencia de lucha heroica contra un virus indomable, había cogido a una pareja de ancianos que había salido a pasear media hora antes. «¿Qué hacen por la calle?», como si no fuera evidente. Les soltó el rollo de la seguridad, del riesgo para la vida, y les perdonó la sanción, con un gesto que casi es más placentero que multar: vayan y no vuelvan a pecar, con reminiscencias bíblicas.

Claro, si uno es ministro, entonces las oportunidades se multiplican exponencialmente. Podemos obligar a que quienes viajan a Mallorca procedentes de una Alemania con pocos casos de coronavirus tengan que estar quince días en cuarentena, pero que, en cambio, los de Madrid, mucho más azotados por la enfermedad, puedan entrar sin más (Real Decreto 89/2020, artículo 134 y siguientes). Porque para eso soy ministro. Y para eso tengo el Boletín Oficial. Cada uno ejerce el poder que puede. No me extraña que la oposición esté furiosa: oportunidades así no se ven todos los días. Y nos hemos de callar, que si pensamos nos caen treinta mil muertos sobre nuestras espaldas. Menos mal que yo me entreno en mi supermercado.