La arquitecta María Sisternas aboga por una vivienda que integre hogar y lugar de trabajo. | M.S.

TW
5

La transformación de la ciudad y la vivienda durante la pandemia será uno de los temas que tratará mañana María Sisternas, que participa en la nueva edición en la Setmana de l'Arquitectura de Pollença. Una cita con arquitectos y urbanistas en estos tiempos en los que la arquitectura se revela como una herramienta para solventar errores.

¿El virus tamibén ha trastocado a los arquitectos?
— La COVID ha cambiado todos los valores. Tendrá un impacto bestial y cuando más dure, más tendremos que agudizar el ingenio. En el sector inmobiliario se están moviendo cosas que creíamos impensables. Tengo amigos que ahora, cuando buscan un piso, piden un espacio de trabajo en el que no haya interferencias con los niños. Las casas tendrán que tener una pieza más porque ya no sabemos si podremos alquilar una oficina.

En ese caso, ¿necesitaremos casas más grandes?
— Hasta ahora habíamos llegado a la lógica de hacer viviendas más pequeñas porque así serían más baratas y venderíamos más. Y no es cierto. Hay que hacer pedagogía para que el espacio importe. Los arquitectos lo hacíamos antes y nadie nos escuchaba. Ahora se dan cuenta de que el espacio sí importa. Y no son solo los metros cuadrados, sino su calidad, la luz natural...

¿El balcón es ahora un lujo o una necesidad?
— Hay un montón de viviendas sin balcones porque son más caros. Ahora salen concursos de cooperativas en Barcelona y tienen balcones y terrazas espectaculares. El virus ha sido un acelerador: la vivienda es la inversión de tu vida.

Se ha visto la incidencia del hogar en el contagio y el encierro.
— Hay muchos estudios que analizan cómo la infravivienda impacta en la COVID. ¿Cómo es el parque de viviendas? Las que hay son muy viejas, existe sobreocupación. Después del virus habrá que hacer un reset y ayudar a las familias hacinadas en una habitación. El mercado no los considera demanda y no tienen ahorros para acceder a una.

¿Y qué pasará en las ciudades?
— Habrá que analizar qué pasará en el ámbito del turismo, que se ha orientado hacia el lujo y el alto poder adquisitivo. Pero esa demanda no ha generado un beneficio territorial. Es el caso de Platja de Palma: es uno de los primeros destinos y ahora tiene un turismo de baja calidad. Si solo se destina al lujo y a las inversiones globales, será muy difícil hacer ciudad. Un buen liderazgo municipal puede convencer a la inversión, sea local o extranjera, para crear comunidades, un proyecto habitacional y crear barrio.

¿Se replantea el turismo urbano?
— Airbnb ha desaparecido del mercado del alquiler de un día para otro, como ha pasado con Uber o la oficina compartida. Alquilar un piso de Airbnb para hacer una fiesta es incompatible con los residentes. El sector tiene que entender que debe haber respuesta a la demanda local. A los comercios de la Rambla de Barcelona nadie les compra ahora las cervezas a seis euros.

¿Qué otros cambios trae el virus?
— Tras el desconfinamiento las bicicletas se habían agotado. Es una excelente noticia que la gente decida recuperar el ir en bici a todas partes, de disfrutar de paseos y avenidas.

¿Hay un trasvase de las grandes ciudades a otros lugares?
— Como familia tiene sentido irse a vivir a un municipio más pequeño. La ciudad de los 15 minutos en la que se quiere convertir París es en realidad Martorell o Sort: municipios intermedios en los que tienes todo al lado. La apuesta de las ciudades globales es ahora la de las ciudades intermedias que hemos ido desertizando. Si el trabajo territorial no está bien hecho, la capital siempre atraerá más.

¿Se revierte la España vacía?
— Tiene que ver con el modelo administrativo, los puestos de trabajo y el talento, que tiene que estar distribuido en todas las capitales intermedias.

¿El hogar se ha convertido en el refugio más seguro?
— Antes huíamos de casa, la veíamos como una mera habitación de hotel. Seis meses después de vivir en ella, la gente se dedicó a hacer cambios en casa. Se ha hecho sitio en su cueva.