Isabela Jiménez, de 9 años, es sometida a la prueba mientras coge a su madre de la mano. | M. À. Cañellas

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Dos hombres llamados Antonio, uno de 61 años y cocinero y otro de 64 y vigilante de seguridad, se fuman sendos cigarrillos mientras toman un café en la terraza de un bar de la calle Indalecio Prieto, vía principal de Son Gotleu. Al primero de ellos, pitillo en boca y respirador de petaca en un costado, le preguntamos si tiene miedo al coronavirus. «¿Qué miedo le voy a tener al ‘bicho' si estoy más muerto que vivo?», afirma mientras señala el tubo que le sobresale de la nariz. Sobre la prohibición de fumar en la vía pública, el otro Antonio exclama: «Es una putada y una gilipollez muy grande».

La despreocupación de estos dos vecinos de la zona sanitaria con más enfermos de coronavirus de Balears contrasta con el miedo que se vive a menos de cinco minutos a pie, en la calle José de Diego, frente a las dependencias de la Policía Local. Allí está instalado el autobús de Donants de Sang que se viene utilizando para realizar pruebas PCR a todo aquel que manifieste en su centro de salud padecer síntomas compatibles con la covid. Tres sanitarias, dos conductores y una procesadora de datos atienden a los 52 los ciudadanos que tenían cita para ayer.

La joven Andrea Rivas respetaba la distancia de seguridad en la cola antes de someterse a la prueba. «Me he hecho el test porque mi padre es positivo y está mal. La verdad es que estoy un poco acojonada», contaba.

La psicosis derivada del coronavirus se traslada también al bar que se encuentra frente al bus en el que se realizan las pruebas. Un cartel sobre las mesas de la terraza reza: «¡Atención! Pacientes y acompañantes para la prueba PCR (COVID 19) Prohibido sentarse».

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Conductores y sanitarios del autobús de pruebas PCR.
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Sin miedo

La sanitaria Andrea Estévez viene «plantándole cara al virus desde marzo». «Tenemos mucho trabajo y la gente viene nerviosa. Personalmente, aunque estoy cerca de la enfermedad, no tengo miedo. Soy joven, no vivo con mis padres y mi compañera de piso, que es enfermera, lo ha pillado», nos cuenta con un brillo de determinación en los ojos.

Muchos de los adultos que esperaban en fila a hacerse las pruebas para saber si habían contraído la COVID lo hacían en compañía de hijos menores de edad. Es el caso de Laura Bermúdez, colombiana, y su hija, Isabela Jiménez, de nueve años. «Con esta es la tercera vez que mi hija se somete a la prueba porque ha estado en contacto con una persona que ha dado positivo y vive con nosotras en un piso». La niña entra sola en el autobús pero poco antes de que le sometan a la desagradable prueba que consiste en meterle una varilla por la nariz, pide la presencia de la madre. La agarra de la mano y reúne fuerzas para afrontar el mal trago.

Un poco de dolor y misión cumplida. Isabela sale del autobús con los ojos llorosos pero con la satisfacción del deber hecho. «Ahora todo es cuestión de aislamiento, cuidarse y hacer las cosas bien», nos contaba Laura, satisfecha por el pequeño sacrificio de su hija.

Pasear por Son Gotleu sirve para constatar que el barrio mezcla la inconsciencia del que fuma en las terrazas o el que no lleva mascarilla en la calle con el miedo a una enfermedad que no deja de cosechar incertezas.