Una sanitaria realiza una PCR. | Daniel Espinosa

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Un periódico de una apacible ciudad americana, cuyas ventas languidecían, contrató un nuevo director, enérgico, dinámico, con ganas de hacerse notar. Su primera medida fue la de potenciar las noticias de sucesos. Desde su llegada, los robos se convirtieron en tema estrella: cada día se publicaban varias páginas con noticias de nuevos ataques, de nuevos delitos.

Al principio, las autoridades no le dieron importancia, sobre todo porque estadísticamente el número de delitos decrecía. Sin embargo, al cabo de unas semanas vieron cómo, presionados por el periódico que había estrenado director, los competidores y las radios y televisiones empezaron a dar más importancia a unos hechos que, hasta entonces, apenas recibían atención.

Al cabo de tres meses, incontables vecinos de la ciudad empezaron a cuestionar la pasividad de las autoridades ante la ola de crímenes. Los propios policías, que tenían motivos reales para estar satisfechos por la caída en el número de delitos, veían incrédulos cómo los medios les acosaban a preguntas sobre el incremento de violencia. Cada agresión, cada crimen, se magnificaba en los medios, con una cobertura amplísima que atrapaba a los lectores, generando polémicas y centrando la atención.

Que aquello se transformara en psicosis fue cuestión de unos meses más. La ciudad había enloquecido: el público veía delincuentes por doquier, los policías eran presionados para ser más contundentes, la oposición municipal exigía más dureza, los medios de comunicación clamaban por amparo ante el hampa.

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Algo muy parecido ocurre hoy con el coronavirus. Es lo único de lo que hablamos. Hemos enloquecido con los contagios, sin reparar en que ahora la mortalidad está al nivel de una gripe. En la mayor parte de Europa ni llega a eso. En algunos países la situación es tremenda: en Irlanda, llevan meses aislados, pese a lo cual los casos han vuelto a aumentar –que no las muertes– provocando un inminente cierre del país; en Argentina, el confinamiento lleva desde abril, aunque ahora ya nadie le hace caso porque el país está destruido; y qué vamos a hablar de España, donde es imposible aportar lógica al debate o al análisis, especialmente por su politización desbocada.

Las medidas contra el coronavirus deben guardar proporción con el riesgo pero aquellas hoy las deciden los medios de comunicación y el pánico social y no las cifras reales. El ejemplo más demencial de cómo estamos perdiendo el norte son las decenas de miles de cánceres que no se han comenzado a tratar por los oncólogos porque o los pacientes no acuden a las consultas o los médicos de cabecera no los remiten a los especialistas: por luchar contra un virus de una letalidad baja, dejamos de diagnosticar y tratar casos de cáncer que serán indudablemente graves. Ocurre lo mismo con incontables intervenciones quirúrgicas hospitalarias, aunque el desenlace no vaya a ser tan predecible como en oncología.

Quienes están atrapados por el pánico, sin embargo, siempre tienen la misma respuesta a cualquier intento de aplicar sensatez: claman que «no juguemos con la muerte», acompañando su frase con la mirada que se le dirige al asesino que entra esposado en el furgón policial que lo lleva a la prisión. El miedo es libre e irracional, por lo que el debate es inútil. No obstante, se me ocurre preguntar por qué aún caminamos por las calles, si cada tanto se cae un toldo de un edificio y se lleva al viandante; por qué jugamos con la muerte al volante de los coches, si cada año mueren dos mil personas por este motivo; por qué entramos a un banco, si existe el riesgo de que un robo armado nos cueste la vida.

En España vivimos con exactamente ciento veinte mil muertos anuales causados por tumores, pero como ningún medio de comunicación ha puesto su mirada en ellos, pasan desapercibidos. La muerte nos ronda, pero no sentimos pánico hasta que nos la hacen ver y enloquecemos.