La primera imagen de los que alguna vez se deleitaron con el
paisaje del litoral gallego es desoladora, y, por unos momentos, es
imposible decir nada ante la visión de una plasta negra, pegajosa
como un chicle, que se extiende por todas partes.
A ese triste escenario, hay que añadir la presencia de un
rosario de marineros, pescadores y jóvenes que, de forma
coordinada, pero a un ritmo vertiginoso para adelantarse a la
pleamar, trabajan en filas para arrancar el fuel y trasladarlo
hasta los contenedores más cercanos, mientras llegan, de cuando en
cuando, aves petroleadas.
El tesoro del parque nacional de las islas atlánticas está
invadido por toda esa gente que ha desbordado las previsiones del
Ejército, Protección Civil y Cruz Roja, organizaciones que se
esfuerzan por no desatender a estas personas, que han renunciado
con generosidad al puente de la Constitución y que se han puesto
manos a la obra.
Aquí no hay diferencias ni nacionalidades, el traje protector,
los guantes, las gafas y las mascarillas garantizan el anonimato de
quienes tienen en común el deseo de aminorar las consecuencias del
siniestro, dando muestra de que, una vez más, las desgracias unen.
En algunas de las zonas afectadas, grupos organizados se encargan
de hacer listados de voluntarios para trasladarlos a la Xunta e
intentar que reciban la cobertura de algún tipo de seguro por si a
alguien le ocurriese algo.
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