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En su primera visita a Europa tras su reelección, el presidente norteamericano, George W. Bush, se ha presentado como el gran amigo del viejo continente siempre dispuesto a limar cualquier aspereza que en el pasado -por cierto muy reciente- se hubiera podido producir. Y en este sentido no hay por qué no creer en su buena voluntad.

Lo que ocurre es que, dadas las circunstancias, hacen falta algo más que palabras. Después de la fractura que supuso la guerra de Irak y las discrepancias surgidas en el propio seno de la Unión Europea fomentadas por políticas tan descaradamente atlantistas como las auspiciadas por el ex presidente español José María Aznar, las cosas no son tan fáciles. Y conste que lo de Irak no es lo único.

Recapitulemos, entre otros problemas menores las divergencias actuales entre Estados Unidos y la Unión Europea se pueden resumir en lo siguiente: la postura ante el régimen sirio, las diferentes actitudes ante el programa nuclear de Irán, la indiferencia norteamericana ante un Protocolo de Kioto que la mayoría de países europeos ha suscrito, los distintos puntos de vista ante la cuestión que enfrenta a palestinos e israelíes e, incluso, el problema del embargo de armas a China.

Hasta aquí, por así decirlo, el debe. En el haber, figura casi exclusivamente esa buena cara exhibida por Bush en determinadas capitales europeas. El balance no puede estar más claro, por lo que no exige mayor comentario, como no sea el de que Washington está obligado a dejar patente que considera a Europa como un socio, con derecho a voz y voto, y no como a una mera comparsa a la que se contenta con amigables gestos y buenas palabras.