El pasado 6 de octubre saltaron todas las alarmas al conocerse que, por primera vez, una persona había sido contagiada del ébola fuera de África. Era una auxiliar de enfermería que había atendido a los dos misioneros españoles infectados que fueron repatriados y que finalmente no pudieron vencer al virus.
La auxiliar, que se había ofrecido voluntaria para atender a los dos religiosos, se contagió cuando asistía al último de ellos, Manuel García Viejo.
Así, Teresa Romero se convirtió en la protagonista de las primeras páginas y los informativos no sólo de España, sino de todo el mundo, que puso el foco de atención en el hospital Carlos III de Madrid, donde fue ingresada la paciente y que se convirtió en un improvisado plató de televisión.
La pregunta que más se repetía era cómo se había producido el contagio con especulaciones sobre si había fallado el protocolo o si fue por un descuido de la auxiliar.
La primera respuesta llegó de la mano de unas conflictivas declaraciones de un médico del equipo de La Paz que la atendió, Germán Ramírez, quien afirmó a la prensa que ella había reconocido que tras atender a García Viejo se pudo haber tocado la cara con un guante.
Tras estas manifestaciones llegaron otras más polémicas del consejero de Sanidad de Madrid, Javier Rodríguez, quien puso en duda la palabra de la paciente a la que acusó de ocultar información sobre su estado de salud, lo que ocasionó una avalancha de críticas en el ámbito social, político y sanitario.
Días después y tras numerosas peticiones de dimisión de la ministra de Sanidad, Ana Mato, y del consejero madrileño por su gestión de la crisis, el Gobierno tomó las riendas del caso con la creación de un comité especial, al frente del cual se situó la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría.
Este comité, asesorado por un grupo de expertos, informó diariamente del estado de salud de Romero, que en los primeros días de ingreso empeoró hasta hacer temer por su vida.
Sin embargo, la carga viral de Romero fue descendiendo al ser tratada con un fármaco experimental, el Favipiravir, y con suero hiperinmune de la misionera Paciencia Melgar, contagiada en Liberia y que también superó la enfermedad.
La paciente experimentó mejoría y alivio de los síntomas de la enfermedad pero los médicos reconocen que no saben si su curación se debe a los tratamientos o a la propia respuesta inmune de la auxiliar.
El caso de Romero llevó a una revisión y posterior modificación de los protocolos de actuación ante esta enfermedad como la reducción del umbral de fiebre a partir del cual un sospechoso de ébola debe ingresar en el hospital, que pasó de 38,6 a 37,7 grados.
También se modificó la forma de seguimiento a las personas que habían tenido contacto con algún infectado, lo que llevó al ingreso en el Carlos III de quince personas, entre ellas su marido, Javier Limón, y a la vigilancia domiciliaria de otras 68 personas.
El miedo a un contagio se extendió entre la población y especialmente en la localidad madrileña de Alcorcón, donde reside Romero.
Precisamente, el temor a un posible contagio fue lo que llevó a la Comunidad de Madrid a sacrificar al perro de la pareja, Excálibur, lo que desencadenó numerosas protestas y el anuncio de una denuncia de Romero y su marido, quienes querían a su mascota como al hijo que nunca tuvieron.
Después de casi un mes, Romero ha abandonado hoy el hospital «aún débil» y con una petición de que se respete su intimidad para continuar con su recuperación.
Mientras tanto, los profesionales que la han atendido serán sometidos a un proceso de seguimiento activo para descartar un nuevo contagio.
Según la OMS, España quedará libre de ébola el 2 de diciembre, después de que hayan pasado los 42 días establecidos tras la curación de la paciente.
El contagio de Romero y de otros sanitarios ha abierto los ojos del primer mundo a la realidad de una enfermedad que ha costado la vida, hasta el momento, de unas 5.000 personas en África y que supone un reto para los sistemas de salud de zonas no endémicas.
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