Tras la castaña del PP en Cataluña y el impetuoso avance de Ciudadanos, Rajoy se ha encastillado. | Reuters

TW
4

No es que no quiera, es que no puede. Mariano Rajoy carece de margen para el más mínimo gesto de magnanimidad hacia los independentistas catalanes que pudiera dar paso a un acuerdo como el que se produjo en 1977 entre Adolfo Suárez y Josep Tarradellas, adaptado a los nuevos tiempos y a las nuevas realidades, obviamente.

El hundimiento del PP catalán, que ya está teniendo repercusiones en otras comunidades, ha arrasado puentes y desviado ríos. A Mariano no le queda otro salvavidas que la mano dura. A saber: primero, negar la existencia de Puigdemont, dando la espalda a hablar con él igual que si fuese un marciano el que le pidiese audiencia. Segundo, impartir las pertinentes consignas a los medios madrileños que le son afines para que exageren las diferencias entre Junts per Catalunya y Esquerra Republicana y fabriquen una supuesta guerra a muerte entre el 'exiliado' Puigdemont y el encarcelado Junqueras sobre quien tiene que ser el president. Tercero, gestionar (dentro de lo que le sea posible, a través de Fiscalía) el momento de la salida de prisión de Oriol Junqueras, a ver si con ello logra abrir más la grieta interna independentista. Cuarto: armar todo el lío amenazador posible con los imputados para entorpecer la formación del Parlament. Y quinto: empezar a orear el tam-tam de que 'si no hay otra solución' habrá unas nuevas elecciones autonómicas para primavera. En definitiva: pudrir la coyuntura manteniendo en vigor el 155 hasta que se congele el Sáhara, si le es posible.

La respuesta independentista, si es inteligente, tiene que pasar por prescindir de imputados y 'exiliados' y presentarse en el parc de la Ciutadella para elegir nuevo president con 70 diputados 'limpios' de persecución judicial. Esta actitud desarmaría a Rajoy, aunque parece muy difícil que pueda producirse. Tras haber padecido cárcel y haberse presentado a las elecciones decapitados y teniendo que soportar una ofensiva mediática madrileña sin precedentes, incluso (caso nunca visto) regodeándose por el cambio de domicilio social o fiscal de miles de empresas, lo lógico es que dentro de las golpeadas cúpulas independentistas impere la torre del orgullo. De hecho, esta torre inmóvil e incapaz de hacer avanzar la situación, es la principal baza que le queda a Rajoy, ya que los catalanes han mandado a su partido al grupo mixto. Ante tal vergüenza, Rajoy intentará, por todos los medios, que esta legislatura autonómica dure un suspiro, si es que llega a constituirse la Cámara autonómica.

Para comprender el desaguisado hay que partir del 27 de octubre, cuando se proclama la independencia unilateral y Rajoy aplica el 155 anunciando elecciones para el 21-D. Aquella convocatoria era una imposición europea para darle 'legitimidad' a la suspensión de la autonomía catalana. Bruselas temía una 'explosión' social que 'sólo' la convocatoria electoral podía calmar. Desconocedores de la realidad peninsular, los centroeuropeos temían una Ucrania junto al Ebro con los rusos revoloteando el paisaje. Por eso le impusieron urnas rápidas a Mariano a cambio de bendecir el 155.

Fue falta de perspectiva europea porque los independentistas catalanes apuestan por romper desde el pacifismo, siempre desde el pacifismo. Por eso Rajoy no tuvo otro remedio que aceptar elecciones en 50 días para lograr el aval de la Unión. Pero de la misma manera, y tras la revalidación de la mayoría absoluta independentista, ahora ha de bloquear esta nueva composición del Parlament, como sea. ¿Lo logrará? Depende del orgullo de Puigdemont, Junqueras y sus colaboradores más próximos. Sólo el orgullo rival da ahora oxígeno a Mariano.

Lo seguro es que no habrá elecciones generales en el horizonte para despejar el panorama español. Tras la castaña del PP en Cataluña y el impetuoso avance de Ciudadanos, Rajoy se ha encastillado. Lleva diez años embistiendo a los catalanes, creando y potenciando un enemigo 'exterior' para borrar los pecados del PP con Gürtel, Bárcenas y compañía. Ha logrado, efectivamente, armar un fuerte sentimiento anticatalán en muchos lugares de España, pero, por lo que se vio el 21-D, eso no se traduce en votos, sino todo lo contrario; en barrida humillante y vergonzosa. Es la diferencia de Mariano y sus cortedades con la grandeza de Adolfo Suárez, que se abrazó al exiliado Tarradellas, sacó adelante la Constitución y ganó elecciones. ¿Qué habría sido de aquella España que salía del franquismo si Suárez hubiese despreciado a los soberanistas catalanes y hubiera azuzado contra ellos al poderío mediático madrileño? Más vale no pensarlo.